Mama Coca: Guardiã da Folha Andina

10 min

Mama Coca: Guardiã da Folha Andina
Juana stands at sunrise among dew‑dripped terraces, clutching fresh coca leaves as mist coils around ancient stones.

Sobre a História: Mama Coca: Guardiã da Folha Andina é um Mito de bolivia ambientado no Antigo. Este conto Poético explora temas de Natureza e é adequado para Todas as idades. Oferece Cultural perspectivas. Um mito evocativo de cura, fertilidade e espíritos das montanhas entrelaçados em folhagem esmeralda.

Introducción

En el límite del reino, donde los cóndores se elevan como signos de puntuación vivientes, la planta de coca se acurruca entre piedras agrietadas y rocío helado. Los campesinos aseguran que pueden saborear su dulce vida en la lengua, como la primera promesa de lluvia. En los pueblos encaramados contra picos dentados, murmuran: “¡Pucha, qué bendición!” cuando la hoja se despliega brillante como un abanico de esmeralda. Los niños aprenden a acunar su textura aterciopelada antes de nacer, envolviendo diminutos dedos alrededor de la vena central, como si sujetaran el pulso del mundo.

Hace mucho, temblores de tierra partieron el espejo del cielo, y de esa grieta emergió una diosa con cabellos de hierba empapada de rocío. Era Mama Coca, aliento viviente de la misma Pachamama, obsequiada para curar heridas y bendecir los campos. Su risa hacía vibrar glaciares distantes como mil campanillas, y sus lágrimas formaron arroyos secretos bajo la luna. Incluso el viento llevaba su arrullo, una melodía suave y esquiva como el aleteo de una libélula.

Sin embargo, no todo corazón reconoció su don. Algunos veían solo una hoja simple, ignorantes de su red de venas relucientes, venas que cuchicheaban como lenguas secretas en la oscuridad. Otros temían su poder como se teme la furia del cielo antes de la tormenta, olvidando que la lluvia también trae renovación. Con el tiempo, aquella ambivalencia desató una prueba: una sequía tan implacable que los ríos se tornaron piedra y las cosechas se marchitaron como esperanzas olvidadas.

Fue entonces cuando Juana, humilde herbolaria bendecida con intuición infalible, sintió un temblor en el pecho. El latido de la coca resonó en su interior. Con un manto de flecos y un cántaro de barro lleno de ungüentos curativos, partió al amanecer, guiada por los dedos rosados del alba que se extendían sobre las montañas. El aire olía a musgo de la tierra y lejanas humaredas de pino. Un susurro de arroyos invisibles bajo sus pies la impulsaba a seguir. Y así comienza nuestra historia.

Misión al Manantial Oculto

El viaje de Juana serpenteó por valles pintados de ocre otoñal, cada loma coronada por ichu dorado que susurraba como espíritus inquietos. El viento rugía como una caracola al oído, trayendo vagas notas de tambores lejanos. A medida que ascendía, el aire se volvía más delgado; cada aliento sabía a piedra antigua e incienso de santuarios aldeanos. Un zorro cruzó el brezal, su pelaje un magullón de fuego; olisqueó el aire, luego se desvaneció como una vela al extinguirse.

Recitó un antiguo canto, eco de madres ya idas, invocando a los Apus Illimani y Sajama para que velaran sus pasos. Un retumbo distante, mitad trueno mitad latido, sugería que las montañas mismas se agitaban para saludarla. Bajo un arco de piedra tallada, erosionado por siglos de viento, halló la entrada a una garganta oculta. El musgo aferrado a las rocas brillaba como terciopelo esmeralda, y finos hilillos de agua hacían parecer la piedra engastada en zafiros.

Dentro, el silencio de la caverna era como contener el aliento bajo el agua. El aire tenía un gusto metálico, con un tenue matiz de polen. Antorchas parpadeaban contra paredes acanaladas como huesos de ballena, proyectando sombras danzantes y efímeras. Juana apoyó la palma en la roca áspera; estaba húmeda y fría, palpitando suave, como si la sangre de la montaña corriese por sus venas. Sacó de su talega un puñado de hojas de coca, las colocó sobre un altar de esquisto y entonó un cántico, la voz tensa como una cuerda de arco.

De pronto, un rayo de luna atravesó el techo de la gruta, iluminando una poza cristalina. El agua centelleaba con luz viva, y las ondas se transformaban en visiones: niños sonrientes, mazorcas de maíz erguidas, madres meciendo a sus crías. Su corazón se hinchó: la promesa de Mama Coca estaba al alcance. Pero cuando se inclinó para beber, una voz grave resonó en la penumbra: “¿Quién osa perturbar mi sueño?”

De las sombras emergió una figura espectral: una anciana de ojos como cobre fundido y túnicas tejidas con hiedra goteante. Su presencia olía a tierra húmeda y fuego distante. Juana se alzó, temblorosa pero firme, ofreciendo las hojas. “Oh madre de hojas sagradas, vengo con humildad.” La diosa inclinó su corona de flores de coca, y un leve asentimiento transformó el silencio en un latido vivo. Así se selló el pacto entre mortal y deidad, con aliento y hoja, en un instante tan frágil como el vidrio y tan duradero como las montañas.

Prueba de los Dioses de la Sequía

Al emerger, el sol ardía como oro fundido en lo alto, y el valle se extendía reseco bajo su furia. El cauce del río, antes murmurante, era un mosaico de arcilla cuarteada. Los campesinos se agachaban junto a tallos de mijo mustios, con ojos huecos como calabazas secas. Juana alzó la mirada hacia la diosa Mama Coca, ya no espectral en la penumbra, sino erguida sobre un peñasco de granito, coronada por nubes algodonosas que giraban. Su presencia brillaba como espejismos de calor en caminos polvorientos.

“Solo con sacrificio y verdadero respeto volverán las lluvias”, retumbó Mama Coca, su voz semejante a un gong de piedra. Juana comprendió el pedido: entregar parte de sí misma, un voto de lealtad al sagrado pacto y una ofrenda de corazón. Su pulso resonó en las sienes, recordándole que sangre y hoja comparten parentesco. De su manto extrajo una aguja de hueso tallado, cubierta de antiguos glifos. El olor metálico de su sangre se entremezcló con el dulce perfume de la hoja cuando se pinchó un dedo, dejando caer una gota sobre una sola hoja de coca.

Un trueno distante la sobresaltó, retumbando entre cumbres como tambores colosales. Después, un aleteo alado: cóndores surcaron el cielo, siluetas amplias como escudos. Las nubes se tornaron índigo, y el viento trajo susurros de gratitud de espíritus invisibles. Juana recitó su voto en quechua, voz temblorosa pero firme: “Por mi familia, por mi pueblo, por Pachamama y por ti, Mama Coca.”

La tierra seca respondió con temblores. Se abrieron fisuras, y finos hilos de humedad se alzaron como velo nupcial. La lluvia cayó en cuentas cristalinas, golpeteando el suelo sediento con un ritmo tan jubiloso como pies danzantes en fiesta. Cada gota cantaba promesas de renacimiento: el maíz ascendería, los tubérculos engordarían y la vida volvería a los campos exhaustos. Los aldeanos vitorearon, pisaron el barro recién formado. La diosa sonrió, su forma disolviéndose en un torrente de pétalos verdes que flotaron en la brisa. Juana las vio arremolinarse a sus pies, cada hoja rebosante de esperanza.

Esa noche, con linternas encendidas en las chozas y risas resonando en calles mojadas, Juana se sentó a la orilla del río, ahora pleno y murmurante de bendiciones. Acunó una ramita de coca, sus nervaduras palpitando suavemente. Los dioses de la sequía habían sido apaciguados, y el valle volvía a latir con una melodía tan vibrante e intrincada como el aleteo de un cóndor sobre el cielo zafiro.

Fiesta de Fertilidad de la Hoja

Con los campos renacidos, la comunidad preparó una gran fiesta para honrar el don de Mama Coca. Largas mesas se doblaban bajo cuencos de barro llenos de guiso de quinua, carne de llama asada y dulces tortas de maíz. Velas parpadeaban como luciérnagas en el humo tenue, y el aire olía a granos tostados y cilantro. Tambores marcaban un latido rítmico, acompañados por zampoñas que tejían una melodía que subía y bajaba como golondrinas en vuelo.

Los aldeanos vistieron ponchos vibrantes, rayados de bermellón y turquesa, y danzaron en círculos portando canastas repletas de haces de coca fragantes. Los ancianos bendecían cada hoja con susurros, con voces temblorosas de emoción: “¡Chévere combinación!”, exclamaban, mezclando el té de coca con miel silvestre. Con cada taza que pasaba de mano en mano, las carcajadas brotaban como agua iluminada por el sol.

Juana reposaba bajo un antiguo árbol wawa, su corteza descascarada como pergamino gastado, y observaba a los niños tejer coronas de flores de coca. Los pétalos rozaban su mejilla con suavidad de gota de lluvia de seda. Evocó el silencio de la caverna y los ojos de cobre de la diosa. En esa memoria centelleaba la promesa de que la hoja regalaría fertilidad no solo a la tierra, sino al alma.

Entonces, en lo alto, un millar de mariposas alzaron el vuelo, cada ala un brochazo de malva y ámbar, danzando en la luz de los faroles como confeti vivo. Los aldeanos callaron, maravillados, mientras las criaturas se posaban sobre las canastas de coca, temblando frágiles como ofrenda. Un silencio de asombro se extendió como terciopelo tibio.

Juana se levantó y avanzó, voz clara como aire de montaña: “Esta noche honramos a Mama Coca, no solo como hoja ni como diosa, sino como promesa: de renovación, sanación y unidad.” Alzó su copa. La multitud repitió el gesto, y las tazas brillaron como racimos de rocío en la lumbre. En ese instante, el valle pareció latir unido, un tapiz vivo tejido por la hoja sagrada.

Legado del Corazón Verde

Los años se plegaron en la memoria como tela gastada. Juana envejeció, con hilos de plata en el cabello, cual luz lunar sobre el agua. Enseñó a los niños a venerar el don de Mama Coca: les mostraba cómo plantar una sola hoja, cuidarla con bendiciones susurradas antes del alba. Las plántulas se desplegaban como pequeños abanicos, cada vena portadora de historias del antiguo pacto.

Una primavera, llegó un forastero: un soldado herido, errante tras guerras lejanas, con ojos huecos como polvo de hueso. Tosía reseco, con sangre brotando en sus labios. Los aldeanos susurraban que ningún curandero sanaría el cuerpo ni el alma de un guerrero. Mas Juana lo recibió al amanecer, ofreciéndole té de las hojas más puras, endulzado con azúcar de caña silvestre. El brebaje amargo‑dulce calmó sus pulmones como vendas de terciopelo, sanando algo más que carne.

El hombre lloró en gratitud, murmurando plegarias a la hoja y a su guardiana. Bajo su tutela, halló un propósito: ayudó a labrar los campos, y sus manos, antes temblorosas, aprendieron el idioma de la tierra. Se unió a noches de trabajo impulsadas por el canto de los cicádidos, sintiendo renacer su pulso.

Décadas después, cuando los pasos de Juana se tornaron lentos como el crepúsculo cediendo a la noche, solía sentarse en el umbral de su casa de adobe, mano posada en un arbusto de coca cuyas flores relucían como estrellas sobre el verde oscuro. Susurraba adioses al viento, confiando el pacto a la siguiente generación.

Ellos lo mantendrían mientras las montañas permanecieran y el viento cantara entre los sembríos de coca, y la gente recordara que una sola hoja puede sustentar mundos.

Conclusión

Bajo el cielo andino, cada susurro en los campos de coca es una promesa del corazón de Mama Coca. Su mito perdura en cada gota de rocío, en cada hoja que cruje y en toda brisa que se cuela entre los picos. Gracias a la valentía y humildad de Juana, el pueblo aprendió que los mayores dones de la naturaleza exigen respeto, firme como la piedra y tierno como la caricia materna. El valle, antaño agrietado por la sequía, ahora canta una melodía tejida de grillos, manantiales burbujeantes y el murmullo de hojas sagradas.

Generaciones vienen y van, pero el pacto vive en los niños que mecen a los recién nacidos en sus mantos, colocando una hoja de coca en su pecho para regalarles sanación y promesa. Incluso los viajeros que atraviesan las terrazas envueltas en bruma se unen al rito, exclamando “¡Chévere sensación!” al saborear el calor gentil de la hoja. En cada ceremonia, hilos brillantes de esperanza se trenzan con gratitud.

Y si alguna vez deambulas por esos valles elevados al amanecer, escucha el crujir de una hoja al desplegarse o el eco suave de un canto ancestral. Sentirás la presencia de Mama Coca, aliento viviente que nutre tierra y espíritu. Porque en ese corazón verde no yace solo la promesa de fertilidad y bienestar, sino la verdad eterna de que la humanidad y la naturaleza crecen más fuertes cuando se entrelazan como raíces bajo el suelo fértil.

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