La leyenda de Sleepy Hollow

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La leyenda de Sleepy Hollow
The ghostly rider of Sleepy Hollow, a shadowy figure that haunts the night.

Acerca de la historia: La leyenda de Sleepy Hollow es un Leyenda de united-states ambientado en el Siglo XVIII. Este relato Descriptivo explora temas de El bien contra el mal y es adecuado para Todas las edades. Ofrece Cultural perspectivas. Una historia de amor, rivalidad y leyendas inquietantes en Sleepy Hollow.

La Leyenda de Sleepy Hollow

En el seno de una de esas amplias ensenadas que recortan la orilla oriental del río Hudson, a cierta distancia de la bulliciosa ciudad de Nueva York, se encuentra un pequeño mercado o puerto rural conocido como Tarry Town. No muy lejos de esta aldea, quizá a unas dos millas, hay un pequeño valle –o, más bien, una llanura entre altas colinas–, que es de los lugares más tranquilos del mundo. Un pequeño arroyo serpentea a través de él, con el murmullo preciso para inducir al reposo; y el ocasional silbido de una codorniz, o el golpeteo de un carpintero, constituyen casi los únicos sonidos que irrumpen en la serena quietud.

Por la calma apática del lugar y el carácter peculiar de sus habitantes, descendientes de los colonos holandeses originales, este recóndito paraje ha sido conocido desde hace mucho tiempo con el nombre de Sleepy Hollow. Una influencia somnolienta y soñolienta parece colgar sobre la tierra, impregnando la atmósfera misma. Algunos dicen que el lugar fue embrujado por un médico alto y germánico, en los primeros días del asentamiento; otros aseguran que un viejo jefe indio –profeta o chamán de su tribu– celebraba allí sus reuniones, mucho antes de que el país fuese descubierto por el Maestro Hendrick Hudson. Cierto es que el lugar sigue bajo el influjo de algún poder hechizante que encierra a las buenas gentes en un embrujo mental, haciéndoles transitar siempre en un ensueño. Son propensos a adoptar todo tipo de creencias maravillosas; sufren de éxtasis y visiones, y con frecuencia ven cosas extrañas, y oyen música y voces en el aire. Todo el vecindario abunda en leyendas locales, sitios embrujados y supersticiones crepusculares; las estrellas fugaces y los meteoros cruzan el valle con más frecuencia que en cualquier otra parte del país, y la pesadilla, con sus múltiples facetas, parece elegirlo como el escenario predilecto de sus jolgoriadas.

El espíritu dominante, sin embargo, que ronda esta región encantada y parece ser el comandante en jefe de todas las fuerzas aéreas, es la aparición de una figura a caballo sin cabeza. Se dice, según algunos, que es el fantasma de un soldado hessiano, a quien una bala de cañón le arrancó la cabeza en alguna batalla innombrable durante la Guerra de la Independencia, y que de vez en cuando es visto por los campesinos del lugar, apresurándose en la penumbra nocturna, como si se desplazara sobre las alas del viento. Sus apariciones no se limitan al valle de Sleepy Hollow, sino que a veces se extienden a los caminos contiguos, y especialmente en las inmediaciones de una iglesia no muy distante. De hecho, ciertos de los historiadores más fidedignos de aquella región, que han procurado recopilar y contrastar los datos erráticos acerca de este espectro, afirman que, habiendo sido enterrado el soldado en el cementerio de la iglesia, el fantasma cabalga en busca de su cabeza en el escenario de la batalla cada noche; y que la velocidad con que a veces surca el Hollow, como una ráfaga a medianoche, se debe a que llega atrasado y se precipita a regresar al cementerio antes del amanecer.

Tal es el sentido general de esta superstición legendaria, que ha proporcionado material para innumerables relatos fantásticos en esa región de sombras; y el espectro es conocido en todas las hogueras campestres con el nombre del Jinete sin Cabeza de Sleepy Hollow.

El paisaje escalofriante de Sleepy Hollow con un jinete sombrío cabalgando en la noche.
El jinete espectral de Sleepy Hollow, una figura sombría que acecha en la noche.

Resulta notable que la tendencia visionaria que he mencionado no se limita a los habitantes nativos del valle, sino que se impregna inconscientemente en todo aquel que reside allí, aunque sea por un tiempo. Por mucho que hayan estado completamente despiertos antes de adentrarse en esa región adormecida, es seguro que en poco tiempo inhalarán la influencia hechizante del ambiente y comenzarán a volverse imaginativos –a soñar y ver apariciones.

Menciono este apacible rincón con todo el elogio posible; porque es en esos pequeños valles holandeses recónditos, esparcidos por el gran Estado de Nueva York, donde la población, las costumbres y las tradiciones se mantienen inalteradas, mientras que el torrente imparable de la migración y el progreso, que está haciendo cambios incessantes en otras partes de este inquieto país, pasa inadvertido ante sus ojos. Son como esas pequeñas lagunas de aguas quietas que bordean un caudaloso arroyo; donde se pueden ver pajuelas y burbujas reposando plácidamente o dando vueltas lentamente en su mínimo puerto, sin verse perturbadas por la prisa de la corriente. Aunque han pasado muchos años desde que yo pisé las sombrías sombras de Sleepy Hollow, dudo que no encuentre los mismos árboles y las mismas familias arraigadas en su acogedor seno.

En este rincón de la naturaleza habitó, en un remoto capítulo de la historia americana –hace unos treinta años, por decirlo de alguna manera– un notable personaje llamado Ichabod Crane, quien se alojó, o como él mismo expresaba, "tarried" (permaneció), en Sleepy Hollow, con el propósito de educar a los niños de la vecindad. Era oriundo de Connecticut, un estado que provee a la Unión tanto de pioneros del pensamiento como de los bosques, y que anualmente envía legiones de leñadores de frontera y maestros rurales. El apodo de Crane era muy apropiado para su persona. Era alto, pero de complexión excesivamente enclenque, con hombros angostos, brazos y piernas largos, manos que parecían extenderse una milla fuera de las mangas, pies que bien podrían servir de palas, y todo su cuerpo parecía estar apenas junto. Su cabeza era pequeña y plana en la parte superior, con enormes orejas, grandes ojos verdes como vidrio y una larga nariz aguda, que le daba un aire de veleta empoleada sobre su cuello delgado para indicar la dirección del viento. Verlo andar encorvado por la ladera de una colina en un día ventoso, con sus ropas abultadas y revoloteando a su alrededor, podría hacer pensar que era el mismísimo genio de la hambruna descendiendo sobre la tierra, o como algún espantapájaros que hubiera escapado de un campo de maíz.

Su escuela era una baja construcción de una sola sala, toscamente edificada con troncos; las ventanas, en parte vidriadas y en parte remendada con hojas de viejos cuadernos, daban cuenta de su rudimentaria manufactura. Estaba ingeniosamente asegurada en horas de abandono con una vara retorcida afianzada en la manija de la puerta y estacas clavadas en los postigos; de modo que, aunque un ladrón pudiera entrar con total facilidad, encontraría grandes dificultades para salir –una idea que probablemente el arquitecto, Yost Van Houten, tomó prestada del enigma de una trampa para anguilas. La escuela se alzaba en una situación algo solitaria, pero agradable, justo al pie de una colina boscosa, con un arroyo corriendo cerca y un imponente abedul crecido a uno de sus extremos. De allí se escuchaba, en un día somnoliento de verano, el apagado murmullo de las voces de los alumnos repasando sus lecciones, semejante al zumbido de una colmena; interrumpido de vez en cuando, ya sea por la voz autoritaria del maestro con tono de amenaza o mandato, o, acaso, por el espeluznante sonido del abedul cuando instaba a algún rezagado a avanzar por el sendero florecido del saber. La verdad es que él era un hombre concienzudo, y siempre recordaba el refrán de oro: "Sin varita, el niño se descompone." Los discípulos de Ichabod Crane, sin duda, no se dejaban malcriar.

La escuela rústica de Ichabod Crane, rodeada de follaje otoñal.
La modesta escuela de Ichabod Crane se encontraba enclavada en la belleza otoñal de Sleepy Hollow.

No crearé la impresión, sin embargo, de que él fuera uno de esos crueles déspotas escolares que disfrutan haciendo sufrir a sus alumnos; al contrario, administraba la justicia con discernimiento más que con severidad, aligerando la carga de los débiles y depositándola sobre los hombros de los fuertes. Aquellos mocosos que se estremecían ante el más mínimo castigo recibían indulgencia; pero se cumplían con rigor las demandas de la justicia cuando se imponía una dosis doble a algún revoltoso holandés testarudo y de falda ancha, quien se encogía, se hinchaba y se mostraba obstinado y hosco bajo el abedul. Todo ello lo calificaba él como "cumplir con el deber hacia sus padres", y jamás aplicaba un castigo sin agregar, de forma tan consoladora para el afectado, que "lo recordaría y le estaría agradecido hasta el fin de sus días."

Cuando terminaban las horas de clase, él se convertía incluso en compañero y amigo de los muchachos mayores; y durante las tardes festivas escoltaba a algunos de los más pequeños a casa, aquellos que tenían hermanas encantadoras o madres excelentes, reconocidas por las bondades de su despensa. De hecho, le convenía mantener una buena relación con sus alumnos. Los ingresos que generaba su escuela eran escasos y difícilmente le hubieran alcanzado para consagrarse al diario pan, pues era un gran comedor y, aunque enclenque, tenía la capacidad dilatada de una anaconda; pero para ayudarse a subsistir, según la costumbre rural de la zona, era alojado y provisto de comida en las casas de los granjeros a quienes instruía a sus hijos. Con ellos convivía por turnos, una semana tras otra, recorriendo el vecindario con todas sus pertenencias amarradas en un pañuelo de algodón.

Para que todo esto no supusiera una carga excesiva para los bolsillos de sus austeros patrones, quienes solían considerar la educación un gasto gravoso y a los maestros como simples parásitos, él ideó diversas maneras de hacerse útil y agradable. Ocasionalmente, ayudaba en las tareas más livianas de las granjas: colaboraba en la siega, reparaba cercas, llevaba los caballos al agua, conducía las vacas desde el pasto y recolectaba leña para el fuego invernal. Asimismo, dejaba a un lado la dignidad dominante y la autoridad absoluta con la que regía su pequeño imperio, la escuela, y se mostraba extraordinariamente amable y afable. Ganó el favor de las madres al mimar a los niños, especialmente a los más pequeños; y como el león osado que antaño cogía con magnanimidad al corderito, se sentaba sobre su rodilla y mecía una cuna con el pie durante largas horas.

Además de sus otras ocupaciones, era el maestro de canto del vecindario, obteniendo unos buenos centavos al instruir a los jóvenes en la ejecución de salmos. Le importaba sobremanera, sobre todo los domingos, ocupar su puesto frente a la galería de la iglesia con un grupo selecto de cantores; donde, en su mente, se robaba la ovación del salmo al párroco. Ciertamente, su voz resonaba muy por encima del resto de la congregación; e incluso en esa iglesia aún se pueden oír rarezas vibrantes que, se dice, descienden legítimamente de la misma nariz de Ichabod Crane. Así, de manera ingeniosa –lo que se ha llegado a denominar “por todos los medios posibles”–, el digno pedagogo se las arregló razonablemente bien y se le consideraba, por aquellos que nada entendían del arduo trabajo intelectual, que llevaba una existencia bastante fácil.

El maestro de escuela suele ser una figura de cierta importancia en el círculo femenino de un vecindario rural; se le considera una especie de caballero ocioso, de gustos y habilidades muy superiores a los toscos campesinos y, en efecto, superado en conocimientos solo por el párroco. Por ello, su presencia solía provocar cierto revuelo en la mesa de té de alguna granja, lo que a menudo se traducía en la aparición adicional de un plato extra de pasteles o dulces, o quizá en el desfile de una tetera de plata. Nuestro hombre de letras, pues, gozaba especialmente de las sonrisas de todas las damiselas del campo. ¡Cómo se destacaba entre ellas en el cementerio de la iglesia, entre servicios dominicales! Recogiendo para ellas uvas de las viñas silvestres que invadían los árboles circundantes; recitando, para su diversión, las inscripciones de las lápidas; o deambulando con un alegre grupo de ellas por las orillas del cercano estanque de molino; mientras que los más tímidos campesinos se mantenían a la distancia, envidiando su elegancia y soltura.

De su vida semi-nómada, además, se convirtió en una especie de noticiero ambulante, llevando el ramillete completo de chismes locales de casa en casa; por lo que su arribo siempre era recibido con satisfacción. Asimismo, las mujeres lo estimaban como un hombre de gran erudición, pues había leído varios libros en su totalidad y dominaba a la perfección la "Historia de la brujería en Nueva Inglaterra" de Cotton Mather, en la cual –por cierto– creía firmemente.

Era, en efecto, una mezcla extraña de astucia sutil y simple credulidad. Su apetito por lo maravilloso, y su capacidad para asimilarlo, eran extraordinarios; y ambos rasgos se habían incrementado con su estancia en esa región hechizada. Ninguna historia, por cruda o aberrante que fuese, escapaba a su amplia capacidad de asimilación. A menudo, tras el fin de las clases en la tarde, se deleitaba recostado sobre el rico lecho de trébol que bordeaba el pequeño arroyo que gemía junto a la escuela, sumergido en la lectura de las terribles historias de Mather, hasta que el crepúsculo de la tarde hacía del texto impreso una mera neblina ante sus ojos. Luego, al internarse por los pantanos, arroyos y espeluznosos bosques, camino a la granja en la que se alojaba, cada sonido de la naturaleza en aquella hora embrujada encendía su imaginativa mente –el quejido del pícaro pájaro del monte en la ladera, el presagio del sapo del roble, el lúgubre ulular del búho chillón o el repentino susurro en la maleza de aves asustadas de sus nidos. Incluso las luciérnagas, que brillaban con intensidad en los lugares más oscuros, a veces lo sobresaltaban cuando alguna de ellas, con destello inusualmente vivo, cruzaba su camino; y si, por casualidad, algún enorme escarabajo de cabeza tosca se cruzaba en su torpe vuelo, el pobre mozo ya se resignaba a dar el último suspiro, convencido de haber sido marcado por una señal de bruja.

Su única estrategia en tales ocasiones, ya fuera para ahogar sus pensamientos o para espantar los malos espíritus, era entonar salmos; y las buenas gentes de Sleepy Hollow, reunidas junto a sus puertas por la noche, solían llenarse de asombro al oír su melodia nasal, "dilatada en dulzura encadenada", que flotaba desde la lejana colina.

Otra de sus fuentes de placentero temor era pasar largas noches invernales en compañía de las viejas esposas holandesas, que se sentaban a hilar junto al fuego, con una hilera de manzanas asándose y crepitando en la chimenea, mientras compartían sus maravillosas historias de fantasmas y duendes, de campos, arroyos, puentes y casas embrujadas, y, especialmente, del Jinete sin Cabeza, o el Hessiano Galopante del Hollow, como a veces lo llamaban.

Ichabod Crane enseñando a los niños del pueblo dentro de una acogedora y tenue escuela.
Ichabod Crane interactuando con sus estudiantes en la tenue escuela.

Los deleitaba por igual con sus anécdotas acerca de brujería, de espantosos augurios y señales portentosas en el aire que predominaban en los antiguos tiempos de Connecticut; y con asombro narraba los cometas y las estrellas fugaces, y el hecho alarmante de que el mundo, de hecho, giraba –y que, a veces, parecía estar patas arriba.

Pero si en todo aquello existía cierto placer, al acurrucarse en el rincón junto a la chimenea de una sala inundada por el resplandor rojizo del crepitante fuego de leña –donde, por supuesto, ningún espectro osaba mostrar su rostro–, este se pagaba con creces en los terrores de su posterior camino a casa. ¡Qué formas y sombras tan terroríficas asediaban su andar, en medio del lúgubre y fantasmagórico resplandor de una noche nevada! Con qué mirada nostálgica observaba cada tenue rayo de luz que se colaba a lo lejos, desde alguna ventana distante; ¡cuántas veces se horrorizaba ante un arbusto cubierto de nieve que, semejante a un espectro velado, se interponía en su camino! Cuántas veces se encogía con una sensación de pavor al escuchar el crujir de sus propios pasos sobre la costra helada bajo sus pies, y temía voltear la vista para no descubrir alguna criatura poco agraciada pisándole de cerca; y con qué frecuencia se encontraba sumido en total desconsuelo al oír algún estruendo, aullido entre los árboles, que le llevaba a pensar que se trataba del Hessiano Galopante en alguna de sus rondas nocturnas.

Sin embargo, todo ello eran meros terrores nocturnos, fantasmas de la mente que deambulan en la oscuridad; y aunque él había visto numerosos espectros a lo largo de su vida, y en más de una ocasión se había topado con Satanás en diversas formas durante sus solitarias deambulatorias, el día disipaba todos esos males; y habría pasado una vida apacible, a pesar del diablo y todas sus obras, si en su camino se hubiera topado con un ser que causaba más desconcierto al hombre mortal que todos los fantasmas, duendes y la estirpe de las brujas juntos… y ese ser era –una mujer.

Entre los discípulos musicales que se reunían, una tarde a la semana, para recibir sus lecciones de salmodia, se encontraba Katrina Van Tassel, la hija única de un sólido granjero holandés. Era una jovencita de dieciocho años, en plena flor, regordeta como una perdiz, jugosa, sonrosada y universalmente famosa no solo por su belleza, sino también por sus elevadas aspiraciones. Además, mostraba ya cierto aire de coqueta, perceptible hasta en su modo de vestir, una mezcla de modas antiguas y modernas, perfecta para resaltar sus encantos. Lucía joyas de puro oro amarillo, artefactos que su tatarabuela había traído de Saardam; y portaba un escote provocador, típico de tiempos pasados, junto a una enaguas sorprendentemente corta, que dejaba al descubierto el pie y el tobillo más bonitos de la comarca.

Katrina Van Tassel, una joven vestida con atuendo tradicional, de pie junto a una granja.
Katrina Van Tassel, la encantadora heredera de la propiedad Van Tassel.

Ichabod Crane tenía un corazón blando y algo ingenuo respecto al sexo opuesto; y no es de extrañar que tan tentadora porción pronto llamara su atención; más aún después de haberla visitado en la mansión paterna. El viejo Baltus Van Tassel era el perfecto retrato de un granjero próspero, satisfecho y de gran corazón liberal. Es verdad que raramente extendía su mirada o pensamiento más allá de los límites de su propia granja; pero dentro de esos confines todo era cómodo, feliz y en buen estado. Se mostraba contento con su riqueza, pero sin vanagloria alguna; y se jactaba de la abundancia genuina, más que del estilo de vida que llevaba. Su hacienda estaba situada a orillas del Hudson, en uno de esos verdes, resguardados y fértiles recodos en que a los granjeros holandeses tanto les gusta anidar. Un majestuoso olmo extendía sus amplas ramas sobre la propiedad; a los pies del cual brotaba una fuente de agua suave y dulce, recogida en un pequeño pozo formado con un barril; y luego se deslizaba centelleante por el césped hasta un arroyo vecino, que murmuraba entre alisos y sauces enanos. Junto a la casa de campo había un enorme granero, que bien podría haber servido de iglesia; cada ventana y rincón parecía rebosar de los tesoros de la granja; el bostezo sonoro de la flail resonaba en su interior de la mañana a la noche; golondrinas y martines revoloteaban parloteando sobre los aleros; y hileras de palomas, algunas con un ojo medio levantado, como si vigilaran el tiempo, otras con la cabeza metida bajo las alas o encaramadas sobre sus pechos, y otras más esponjadas, arrullando y reverenciando a sus damas, disfrutaban del sol sobre el techo. Cerdos rechonchos e intratables gruñían en su recinto, de donde de vez en cuando aparecían tropas de lechones, como si quisieran olfatear el aire. Un espléndido escuadrón de gansos blancos cabalgaba en un estanque contiguo, escoltando a flotas enteras de patos; regimientos de pavos traversaban el corral, y gallinas de guinea andaban inquietas, cual amas de casa malhumoradas, con su quejido malhumorado; y sobre la puerta del granero desfilaba el gallo gallardo, epítome de marido, guerrero y caballero refinado, batiendo sus alas bruñidas y cantando con orgullo, a veces desgarrando el suelo con sus patas, para luego llamar generosamente a su siempre hambrienta familia a deleitarse con el rico bocado que acababa de descubrir.

El apetito del pedagogo se desbocaba al contemplar aquella prometedora abundancia para el invierno. En su voraz imaginación se dibujaban cerdos asados correteando, cualquiera de ellos con un pudín en el vientre y una manzana en la boca; las palomas acomodadas en un pastel cálido, arropadas con una costra; los gansos nadando en su propio jugo; y los patos apareándose plácidamente en platos, como parejas casadas, acompañados de una apropiada ración de salsa de cebolla. En los cerdos, él veía esculpidos futuros rebanados de tocino y jamón jugoso y sabroso; ningún pavo se le escapaba sin ser vistosamente atado, con su molleja asomando bajo la "ala", y quizá, incluso, engalanado con un collar de salchichas deliciosas; e incluso el mismo y lúcido gallo se extendía de espaldas en un plato, con sus garras levantadas, como si anhelara ese trozo que su espíritu caballeresco se rehusaba a pedir en vida.

Mientras el embobado Ichabod se deleitaba con tales imágenes y recorría con su vivaz mirada los prados grasos, los campos fértiles de trigo, centeno, alforfón y maíz indio, y los huertos cargados de frutal carmesí que rodeaban la acogedora morada de los Van Tassel, su corazón anhelaba a la doncella destinada a heredar aquellas posesiones, y su imaginación se expandía al concebir que esos bienes se convirtieran fácilmente en dinero, para luego invertirlo en inmensos terrenos vírgenes y palacios de tejas en la nada. No, su afán ya había materializado sus esperanzas, proyectándole a la radiante Katrina, con toda una descendencia de hijos, montada en una carreta repleta de menudencias del hogar, con ollas y cacerolas pendiendo; y se veía a sí mismo a caballo de una yegua veloz, con un potro a su reata, partiendo rumbo a Kentucky, Tennessee o a donde Dios quiera.

Al entrar en la casa, la conquista de su corazón quedó sellada. Se trataba de una de esas amplias casas de campo, con techos de cresta altos pero de pendiente suave, construidos al estilo heredado de los primeros colonos holandeses; los aleros salientes formaban una especie de pórtico en el frente, que podía cerrarse en caso de mal tiempo. Bajo este pórtico se colgaban fustes, arreos y diversos utensilios de labranza, así como redes para pescar en el río vecino. A lo largo de los laterales se disponían bancos para su uso veraniego; y en uno de sus extremos, una gran rueca, mientras que en el otro lado se hallaba una mantequilla, evidenciando las múltiples funciones a las que podía destinarse ese importante porche. Desde ese pórtico, el curioso Ichabod se internaba en el vestíbulo, que constituía el centro de la mansión y el lugar de residencia habitual. Allí, hileras de resplandeciente peltre dispuestas sobre una larga cómoda deslumbraban sus ojos. En un rincón se hallaba una enorme bolsa de lana, lista para hilar; en otro, una cantidad de "linsey-woolsey" recién salida del telar; mazorcas de maíz indio y guirnaldas de manzanas y duraznos deshidratados colgaban como festones coloridos a lo largo de las paredes, mezclándose con el brillo de los pimientos rojos; y una puerta entreabierta le daba un vistazo al mejor salón, donde las sillas de patas ornamentadas y mesas de caoba oscura brillaban como espejos; parrillas con sus palas y tenazas relucían entre tocones de espárragos; naranjas falsas y conchas decoraban la repisa; hileras de huevos de pájaros de diversos colores colgaban sobre ella; un gran huevo de avestruz se exhibía en el centro de la estancia; y un pequeño armario, deliberadamente dejado entreabierto, mostraba inmensos tesoros de plata antigua y fina loza restaurada.

Desde el instante en que Ichabod posó su mirada sobre tan deleitosas escenas, su paz interior se desvaneció, y única pasó a ser su preocupación: conquistar el corazón de la incomparable hija de Van Tassel. Empero, en esta empresa se topó con más dificultades reales de las que generalmente afronta un caballero andante de antaño, quien sólo se enfrentaba a gigantes, encantadores, dragones ígneos y otros adversarios igualmente superables; y a quien solamente hubiese costado pasar por portones de hierro y muros de adamantina fortaleza, tras los cuales se encontraba la cautiva dama de su corazón, quien le hubiese entregado su mano sin reparos. Ichabod, en cambio, se vio obligado a luchar por ganar el afecto de una coqueta campestre, enredada en un laberinto de caprichos y antojos que le planteaban nuevos y reiterados desafíos; y tuvo que enfrentarse a una serie de temibles rivales de carne y hueso, esos numerosos pretendientes rústicos que asediaban cada entrada al corazón de la joven, vigilándose mutuamente, pero dispuestos a lanzarse a la refriega contra el nuevo aspirante.

Brom Bones, un hombre robusto con una sonrisa traviesa, montando su caballo.
Brom Bones, el astuto y formidable rival de Ichabod Crane.

Entre ellos, el rival más imponente era un robusto, ruidoso y bullicioso matón conocido como Abraham –o, según la abreviatura holandesa, Brom Van Brunt– el héroe de toda la comarca, cuyas proezas de fuerza y coraje resonaban por doquier. De hombros anchos y con las articulaciones notoriamente flexibles, con su corto cabello rizado y un semblante fornido, aunque nada desagradable, poseía un aire inconfundible de diversión y arrogancia. De su corpulenta figura y grandes fuerzas, se le había apodado Brom Bones, como se le conocía universalmente. Era célebre por su amplio conocimiento y destreza en la equitación, siendo tan hábil a caballo como un tártaro. Sobresalía en carreras y peleas de gallos; y, con la predominancia que la robustez física siempre impone en la vida rústica, fungía de árbitro en todas las disputas, inclinando su sombrero de un lado y dictando sus veredictos con un tono y porte que no admitían réplica ni apelación. Siempre estaba presto para pelear o para divertirse; pero poseía en su carácter más travieso que mala intención, y a pesar de su ruda prepotencia, en el fondo se notaba un genuino humor pícaro. Contaba con tres o cuatro compañeros inseparables, a quienes consideraba modelos a seguir y con quienes recorría la región, asistiendo a cada revuelo o fiesta campestre durante millas a la redonda. En tiempo de frío se distinguía por llevar un gorro de piel, rematado por una vistosa cola de zorro; y cuando en alguna reunión del campo se divisaba esa reconocible insignia a la distancia, agitando entre un grupo de jinetes bravíos, todos se preparaban para una ráfaga de viento.

De vez en cuando se oía a su banda galopar apresuradamente por los caminos cercanos a las granjas, a medianoche, con gritos y aullidos, semejantes a una tropa de cosacos Don; y las ancianas, sobresaltadas de su sueño, esperaban unos momentos hasta que aquel alboroto pasara, para exclamar: "¡Ay, allá van Brom Bones y su pandilla!" Los vecinos lo miraban con una mezcla de asombro, admiración y benignidad; y en cualquier alocada travesura o pelea campestre que se produjera en la zona, asintían con la cabeza convencidos de que Brom Bones era el artífice.

Este fogoso héroe había fijado desde hace tiempo su mira en la radiante Katrina, destinándola a ser el objeto de sus atrevidas galanterías. Y aunque sus coqueteos amorosos se asemejaban a los tiernos caricias y muestras de afecto de un oso, se murmuraba que ella no desalentaba del todo sus esperanzas. Cierto es que sus insinuaciones obligaban a los demás candidatos a dar un paso atrás, pues ninguno se atrevía a enfrentarse a un león en sus amores; de modo que, cuando se veía atada la montura de Brom a la cerca de Van Tassel en una noche dominical –una señal inequívoca de que su patrón estaba cortejando, o como se dice, "encendiendo chispas"– todos los pretendientes se rendían y llevaban su contienda a otros bandos.

Tal era, pues, el formidable rival contra el que Ichabod Crane tuvo que medirse; y, en definitiva, un hombre más robusto del que él hubiera dejado intimidar, y uno más prudente del que habría osado enfrentarse a esa competencia. Poseía una agradable combinación de flexibilidad y perseverancia; era, en cuerpo y alma, como un junco flexible: se inclinaba sin romperse; aunque cediera ante la presión, en el instante en que ésta cesaba –¡zas! – se erguía con la misma porte y su cabeza bien en alto.

Tomar el campo abiertamente contra su rival habría sido una locura; pues Ichabod no era de los que se dejan frustrar fácilmente en sus amores, al igual que ningún amante tempestuoso como Aquiles. Por ello, Ichabod procedió a avanzar de manera discreta y sutil. Bajo la apariencia de maestro de canto, hacía frecuentes visitas a la granja, no es que temiera la intromisión de los padres, tan habitual obstáculo en el camino de los enamorados. Balt Van Tassel era un hombre afable y indulgente; amaba a su hija incluso más que a su pipa y, mostrando ser un padre razonable y excepcional, le dejaba hacer lo que quisiera. Su querida esposa, asimismo, tenía bastante que hacer atendiendo la casa y cuidando de las aves, pues, según ella misma explicaba con sabiduría, los patos y gansos son animales de poca cuenta, mientras que las muchachas pueden cuidarse a sí mismas. Así, mientras la atareada dama se ocupaba en la casa o giraba su rueca en un extremo del pórtico, el honesto Balt se sentaba a fumar su pipa vespertina en el otro extremo, observando las hazañas del pequeño guerrero de madera, armado con una espada en cada mano, que batallaba valientemente contra el viento en lo alto del granero. Mientras tanto, Ichabod proseguía sus galanterías junto a la hija, ya sea a la orilla del manantial bajo el majestuoso olmo o paseando al atardecer, aquella hora tan propicia para las dulces confidencias de un amante.

No pretendo saber a ciencia cierta cómo se conquistan y ganan los corazones femeninos. Para mí siempre han sido un enigma, objeto de admiración. Algunas parecen tener un único punto vulnerable, una puerta de acceso; mientras que otras tienen mil avenidas, y pueden ser conquistadas de mil maneras diferentes. Es un triunfo de habilidad conquistar a las primeras, pero aún más se demuestra el genio de quien logra conservar el dominio sobre el corazón de una coqueta; pues el hombre debe luchar por su fortaleza en cada puerta y ventana. Aquel que consigue mil corazones comunes merece cierta fama; pero quien retiene sin oposición el corazón de una coqueta, es, de veras, un héroe. Cierto es que ese no fue el caso del imponente Brom Bones; y desde el instante en que Ichabod Crane empezó sus insinuaciones, el protagonismo del primero decayó: su caballo dejó de ser visto atado a la cerca los domingos por la noche, y se desató gradualmente una fiera enemistad entre él y el preceptor de Sleepy Hollow.

Brom, que tenía en su interior un cierto grado de caballerosidad ruda, hubiera deseado llevar la situación a un combate abierto para dirimir sus pretensiones al estilo de los sencillos guerreros andantes de antaño –mediante un duelo individual–; pero Ichabod era demasiado consciente del superior poder de su adversario como para enfrentarlo en justa; había oído una fanfarronería de Bones en la que afirmaba que “doblaría la estatura del maestro y lo dejaría tendido en el podio de su propia escuela”; y era lo suficientemente precavido para no darle oportunidad alguna. Había algo sumamente provocador en ese sistema obstinadamente pacífico; Brom no tenía más alternativa que recurrir a su injurioso ingenio y a gastar bromas vulgares a costa de su rival. Así, Ichabod se convirtió en el blanco de las travesuras extravagantes de Bones y su banda de jinetes rudos. Lo hostigaban en sus hasta entonces pacíficas esferas; le tapaban la chimenea para entorpecer su escuela de canto; irrumpían en la escuela por la noche, a pesar de sus sólidas precauciones con vara y estacas, y lo dejaban todo patas arriba; de modo que el pobre maestro empezó a creer que en dicho lugar se reunían todas las brujas del país. Mas lo que era aún más indignante, Brom aprovechaba cada oportunidad para ridiculizarlo ante los ojos de su amada, llegando a presentar un perro canalla, al que había adiestrado para que gimiera de la manera más absurda, y que era presentado como rival de Ichabod a fin de instruir a la joven en la salmodia.

Así transcurrieron las cosas durante un tiempo, sin que se observaran efectos materiales en la situación relativa de las partes en pugna. En una hermosa tarde otoñal, Ichabod, de humor pensativo, se sentó encumbrado en el alto taburete desde donde solía observar todos los asuntos de su pequeño reino literario. En su mano se balanceaba una vara –ese cetro de poder despótico–; el bastón de la justicia reposaba sobre tres clavos detrás del trono, constante terror para los malhechores; mientras que sobre el escritorio frente a él se podían divisar diversos artículos prohibidos y armas incautadas en manos de vagos jóvenes, tales como manzanas a medio masticar, petardos, chirimías, jaulas para moscas, y legión tras legión de revoltosos gallitos de papel. Claramente, había sido ejecutada recientemente alguna acción de justicia formidable, pues sus alumnos estaban absortos en sus libros o susurraban a escondidas, con un ojo siempre pendiente del maestro; y un extraño zumbido de silencio reinaba en el aula. De improviso, la calma se vio interrumpida por la llegada de un hombre negro, ataviado con chaqueta de implemento y pantalones, luciendo en su cabeza un fragmento de sombrero coronado, reminiscente del gorro de Mercurio, y montado en un revoltoso, raquítico y algo maltrecho potro, que controlaba con una cuerda como cabestro. Llegó a toda prisa a la puerta de la escuela para invitar a Ichabod a asistir a una velada festiva o “quilting frolic” que se celebraría esa misma noche en casa del señor Van Tassel; y habiendo cumplido su misión con ese aire de importancia y verbo refinado que caracteriza a los enviados negros en misiones tan menudas, se precipitó a cruzar el arroyo y fue visto zambulléndose río arriba por el hollow, absorto en la importancia y prisa de su encargo.

Toda la escuela se llenó de alboroto y jolgorio en su habitual calma vespertina. Los alumnos eran apresurados a terminar sus lecciones sin detenerse en nimiedades; los ágiles sorteaban sin preocupación las mitades del trabajo, y aquellos morosos recibían ocasional reprimenda en la parte trasera para acelerar el paso o superar alguna palabra difícil. Los libros se dejaban de lado sin devolverlos a los estantes, los tinteiros volteados, las bancas derribadas y toda la escuela quedaba en desorden una hora antes de tiempo, brotando como una legión de pequeños duendecillos, chillando y correteando por el césped, regocijados por su inusual libertad.

El valeroso Ichabod se demoró, al menos, media hora extra en arreglarse, peinándose y dotándose de su mejor –y única– galera de un negro oxidado, acomodando sus despeinados cabellos con un pequeño espejo agrietado que colgaba en la escuela. Para presentarse ante su amada con el porte de un verdadero caballero, tomó prestado un caballo del granjero con el que estaba alojado, un cascarrabias holandés de lo más tozudo llamado Hans Van Ripper, y, montado con gallardía, se lanzó al exterior, semejante a un caballero andante en busca de aventuras. Conviene, en el espíritu mismo del relato romántico, dar cuenta de la apariencia y el equipamiento tanto de nuestro héroe como de su corcel. El animal que montaba era un viejo caballo de arado, que había superado casi todo, salvo su mal genio. Estaba demacrado y cubierto de una melena enmarañada, con un cuello curvo y una cabeza que recordaba la forma de un martillo; su crin y cola, oxidados, estaban enredados entre espinas; había perdido la pupila de uno de sus ojos, que fulguraba con una apariencia fantasmal, aunque el otro conservaba el brillo de un auténtico diablo. Sin embargo, en su día debió haber albergado fuego y temple, si se juzga por el nombre que portaba: Gunpowder.

Ichabod era, en efecto, una figura que encajaba perfectamente con semejante corcel. Montaba con estribos cortos, que llevaban sus rodillas casi hasta el pomo de la silla; sus codos agudos sobresalían como los de un saltamontes, y mientras su caballo trotaba, el movimiento de sus brazos se asemejaba al batir de un par de alas. Un pequeño sombrero de lana descansaba sobre su nariz, de modo que su angosto ceño lucía más prominente; y las solapas de su abrigo negro ondeaban casi hasta la cola del caballo. Tal era la imagen de Ichabod y su corcel cuando salían tambaleándose por la verja de Hans Van Ripper, una estampa poco común bajo la luz del día.

Era, como ya he dicho, un hermoso día otoñal; el cielo se mostraba despejado y apacible, y la naturaleza lucía ese suntuoso y dorado atuendo que solemos asociar con la idea de la abundancia. Los bosques se habían vestido de marrón y amarillo sobrio, mientras que algunos árboles más delicados se habían teñido, por las heladas, de vibrantes tonos anaranjados, púrpuras y escarlatas. Bandadas de patos salvajes empezaban a surcar el alto firmamento; el chillido de la ardilla se oía entre los bosques de hayas y nogalillos; y el ocasional silbido pensativo de la codorniz se escuchaba desde algún campo arado cercano.

Las pequeñas aves se celebraban banquetes de despedida. En el esplendor de su jolgorio revoloteaban, piando y retozando, de arbusto en arbusto y de árbol en árbol, juguetonas en medio de la profusión y variedad que las rodeaba. Estaba el honesto petirrojo, el juego favorito de los deportes de juventud, con su nota estridente y quejumbrosa; los mirlos que, volando en nubarrones oscuros, trinaban; el pájaro carpintero de alas doradas, con su cresta carmesí, su amplio gargantilla negra y sus espléndidas plumas; el pájaro de cedro, con sus puntas rojizas en las alas y la cola amarillenta, y su pequeño tocado de plumas; y la urraca azul, ese estridente bufón de traje azul claro y camisa blanca, que gritaba, parloteaba, asentía y se mecía tratando de hacerse amigo de cada cantor del bosque.

Mientras Ichabod avanzaba a trote pausado, sus ojos, siempre atentos a cualquier señal de abundancia culinaria, recorrían con placer los tesoros de ese alegre otoño: a cada lado contemplaba un vasto surtido de manzanas, algunas colgando en opulencia en los árboles; otras recogidas en cestas y barriles para el mercado; otras amontonadas en ricos montones, destinadas a la prensa de sidra; más adelante, campos inmensos de maíz indio, con sus espigas doradas asomando entre las frondosas cubiertas, presagiando tortas y pudines apresurados; y las calabazas amarillas recostadas a su sombra, mostrando sus ventres redondos al sol, prometiendo las más lujosas de las tartas; y de repente pasaba por fragantes campos de alforfón, exhalando la fragancia de la miel, mientras su mente se llenaba de suaves anticipaciones de esponjosos hotcakes, bien untados de mantequilla y adornados con miel o melaza, preparados por las delicadas y pequeñas manos de Katrina Van Tassel.

Así, alimentando su mente con dulces sueños y “suposiciones azucaradas”, prosiguió su camino a lo largo de las laderas de una cadena de colinas que dominaban algunas de las escenas más pintorescas del poderoso Hudson. El sol, lentamente, giraba su gran disco hacia el oeste. El ancho seno del Tappan Zee yacía inmóvil y de aspecto vidrioso, salvo por aquí y allá alguna suave ondulación que prolongaba la sombra azul de alguna montaña lejana. Pocas nubes color ámbar flotaban en el cielo, sin que una brisa las moviera. El horizonte exhibía un tenue tono dorado que gradualmente se transformaba en un puro verde manzana, para luego derramarse en el profundo azul del cenit. Un rayo inclinado se demoraba sobre las cumbres arboladas de los precipicios que asomaban sobre algunas porciones del río, acentuando el gris oscuro y el púrpura de sus laderas rocosas. Un bergantín se hallaba a lo lejos, cayendo lentamente con la marea, su vela inútilmente colgando del mástil; y al ver el reflejo del cielo sobre la superficie quieta, parecía que la nave flotaba suspendida en el aire.

Fue ya hacia el anochecer cuando Ichabod arribó al castillo del Heer Van Tassel, el cual encontró repleto de los orgullosos y dichosos habitantes del país colindante; viejos granjeros de rostro curtido, ataviados con ropas caseras, pantalones de paño, medias azules, enormes zapatos y magnificos hebillas de peltre. Sus diminutas y marchitas damas, luciendo gorras cuidadosamente arrugadas, vestidos cortos de cintura alta, enaguas caseras, con tijeras y almohadillas de costura, y bolsillos de calicó muy vistosos colgando en el exterior. Jovenes doncellas de buen cuerpo, casi tan anticuadas como sus madres, salvo en aquellas ocasiones en que un sombrero de paja, una sutil cinta o quizá un vestido blanco evidenciaba la innovación citadina. Sin embargo, Brom Bones era el héroe ineludible de aquella escena, habiendo llegado a la reunión montado en su preclara corcel Daredevil, una criatura tan llena de temple y travesuras como él mismo, que ningún otro podía domar. Era conocido, de hecho, por preferir animales de carácter indómito, propensos a todo tipo de fulminantes artimañas que mantenían al jinete en un constante riesgo del cuello, pues él consideraba a un caballo dócil y bien domado como indigno de un muchacho de espíritu.

Quisiera detenerme un momento a describir el mundo de encantos que se abría ante la mirada extasiada de mi héroe al entrar en el salón principal de la mansión Van Tassel. No me refiero a las coquetas y voluminosas muchachas, con su lujosa muestra de rojos y blancos; sino a los amplios encantos de una auténtica mesa campestre holandesa, en esos suntuosos días de otoño. Platos repletos de pasteles de todo tipo, de variedades casi difíciles de describir, conocidos únicamente por las experimentadas amas de casa holandesas; allí estaba el doughty doughnut, el tierno oly koek, y el crujiente y desmenuzable cruller; bizcochos dulces y pasteles cortos, pasteles de jengibre y de miel, y toda la familia de tortas. También había tartas de manzana, tartas de durazno, y de calabaza; además de rebanadas de jamón y carne ahumada; y, por si fuera poco, manjares exquisitos de ciruelas, duraznos, peras y membrillos en conserva; sin mencionar el arenque a la parrilla y pollos asados; junto a cuencos de leche y crema, todos mezclados caóticamente, tal como los he enumerado, con la tetera materna soltando nubes de vapor en medio de todo –¡Dios bendiga esa marca! Quisiera tener aliento y tiempo para describir este festín como se merece, pero estoy ansioso por continuar con mi relato. Afortunadamente, Ichabod Crane no tenía tanta prisa como para ser un narrador impaciente, y se aplicó lo justo con cada manjar.

Desde el primer instante en que Ichabod posó sus ojos sobre aquellas regiones de placer, se disipó la calma de su mente, y su única ocupación se volvió ganarse el afecto de la incomparable hija de Van Tassel. En esta empresa, sin embargo, se encontró con obstáculos más reales de los que en tiempos pasados le hubieran asaltado a un caballero andante, que raramente enfrentaba más que gigantes, encantadores, dragones ígneos y tantos adversarios fácilmente superables, a quienes sólo tenía que vencer atravesando portones de hierro y murallas de adamantina fortaleza, tras cuyos límites la dama de su corazón esperaba; cosa que él logró de la forma más sencilla, como si tallara camino hasta el centro de un pastel navideño; y entonces, la dama le otorgaba su mano sin reparos. Ichabod, por el contrario, tuvo que ganarse el favor de una coqueta campestre, enredada en un laberinto de caprichos y absurdos, que continuamente le planteaban nuevos desafíos; y tuvo que enfrentarse a un sinfín de temibles adversarios de carne y hueso –los numerosos pretendientes campesinos que asediaban cada entrada al corazón de la niña, manteniéndose en constante vigilancia unos de otros, pero listos a lanzarse en común contra quien se atreviese a disputar el honor.

Un cementerio aislado con una lápida bajo la luz de la luna llena.
El cementerio embrujado, un lugar frecuentado por el Jinete Sin Cabeza.

La causa inmediata, sin embargo, de la abundancia de historias sobrenaturales en estos parajes, se debía, sin duda, a la proximidad de Sleepy Hollow. Se respiraba en el aire, una especie de contagio emanado de esa región embrujada; un ambiente que exhalaba sueños e ilusiones, contagiando todo el entorno. Varios de los habitantes de Sleepy Hollow asistieron a la reunión en casa de Van Tassel, y, como de costumbre, repartían sus fantásticas y descabelladas leyendas. Se contaron numerosas historias lúgubres sobre trenes fúnebres, lamentos y gritos de duelo que se oían y veían cerca de aquel gran árbol en el que fue ingresado el desafortunado Mayor André, y que se erguía en los alrededores. También se mencionaba a la mujer de blanco, que rondaba el oscuro cañamero en Raven Rock, y de la que a menudo se oían desgarradores gritos en noches invernales previas a una tormenta, habiéndose extinguido en la nieve. Sin embargo, la mayor parte de los relatos giraban en torno al espectro predilecto de Sleepy Hollow: el Jinete sin Cabeza, quien había sido visto en varias ocasiones recientemente, deambulando por el país; y se decía que ataba a su caballo cada noche entre las tumbas del cementerio.

La ubicación apartada de esa iglesia siempre pareció convertirla en el rincón favorito de los espíritus atribulados. Se alza sobre una colina, rodeada de algarrobos y altos olmos, de cuyas modestas y encaladas paredes emerge la inocencia cristiana, como un faro de pureza en medio del retiro. Una suave pendiente se extiende desde ella hasta una llanura plateada, bordeada de altos árboles, entre los cuales se podían atisbar las colinas azules del Hudson. Al observar su patio, cubierto de césped, donde los rayos del sol parecían dormir tan en calma, uno llegaría a pensar que allí, al menos, los muertos reposarían tranquilos. En uno de sus laterales se abre un amplio y boscoso barranco, a lo largo del cual corre un gran arroyo entre rocas dispersas y troncos caídos; sobre un tramo profundo y ennegrecido del curso, no muy lejos de la iglesia, en tiempos pasados se apoyó un puente de madera; el camino que conducía a él y el mismo puente estaban densamente cubiertos por árboles colgantes, que generaban una penumbra, incluso de día, pero que en la noche producían un terrorífico oscurecimiento. Tal era uno de los lugares predilectos del Jinete sin Cabeza, y el sitio en donde más frecuentemente se le encontraba. Se contaba la historia de Viejo Brouwer, un hereje incrédulo de los espectros, que se topó con el jinete regresando de su incursión en Sleepy Hollow, viéndose forzado a seguirlo; cómo cabalgaron entre matorrales, colinas y pantanos, hasta llegar al puente; cuando de repente el jinete se transformó en un esqueleto, arrojó a Viejo Brouwer al arroyo y se lanzó ágilmente sobre las copas de los árboles con un estruendo atronador.

Esta historia pronto fue igualada por la triple y maravillosa hazaña de Brom Bones, quien se burló del Hessiano Galopante presentándolo como un simple jinete. Afirmó que, al regresar una noche desde la aldea vecina de Sing Sing, fue alcanzado por aquel soldado de medianoche; que le propuso una carrera a cambio de una copa de ponche y que habría ganado con creces, pues Daredevil venció con total superioridad al extraño corcel, pero justo cuando llegaron al puente de la iglesia, el hessiano se esfumó en un destello de fuego.

Todos estos relatos, contados en aquel tono monótono y sombrío que se emplea al hablar en la penumbra, mientras los rostros de los oyentes se iluminaban fugazmente con el resplandor de sus pipas, se hundieron en la mente de Ichabod. Él replicó a su vez con largas citas del insustituible Cotton Mather, añadiendo numerosos acontecimientos maravillosos de su tierra natal de Connecticut y las aterradoras visiones que había presenciado en sus paseos nocturnos por Sleepy Hollow.

La algarabía fue disipándose poco a poco. Los viejos granjeros reunieron entonces a sus familias en sus carretas y se les escuchó rechinando por los escarpados caminos y colinas distantes. Algunas damas se subieron a los asientos traseros junto a sus galanes preferidos, y sus risas ligeras, mezcladas con el retumbar de cascos, resonaban por los tranquilos bosques, menguando progresivamente hasta extinguirse; y la bulliciosa escena de fiestas y risas quedó en completo silencio y abandono. Sólo Ichabod se demoró, siguiendo la costumbre de los enamorados campestres, para tener un encuentro a solas con la heredera; completamente convencido de que su camino al éxito estaba despejado. Lo que aconteció en ese encuentro no me atrevo a relatar, pues no lo sé con certeza. Algo, sin embargo, me hace temer que algo haya salido mal, porque ciertamente se alejó al cabo de poco tiempo con un aire abatido y desolado. ¡Ay, esas mujeres! ¿Acaso aquella muchacha no habría estado jugando alguna de sus tretas coquetas? ¿Habría sido todo un artificio para asegurar la derrota de su pretendiente rival? Solo el cielo lo sabe, pero yo no. Baste decir que Ichabod partió con el porte de quien ha asaltado el gallinero, en lugar de haber conquistado el corazón de una bella dama. Sin voltear a observar la riqueza campestre de la que tantas veces se había jactado, se dirigió directamente al establo, y con varios golpes y patadas despertó a su corcel de forma bastante brusca, apartándolo de los cómodos aposentos en los que dormía profundamente, soñando con montañas de maíz y avena, y vastos valles de trébol y timothy.

Ya era la mismísima hora embrujada de la noche cuando Ichabod, con el corazón pesado y abatido, retomó su camino a casa, recorriendo las laderas de las altas colinas que se alzaban sobre Tarry Town, por donde había pasado tan alegremente en la tarde. La hora era tan sombría como él mismo. Muy abajo, el Tappan Zee se extendía, con sus aguas oscuras e indistintas, donde aquí y allá se alzaba el alto mástil de una bergantín, reposando tranquilamente anclada lejos de la orilla. En el absoluto silencio de la medianoche, se llegaba a oír los ladridos del perro guardián de la orilla opuesta del Hudson; aunque tan vagos y tenues que apenas sugerían la lejanía de ese fiel compañero del hombre. De vez en cuando, el largo y pausado canto de un gallo, despertado de repente, se hacía oír a lo lejos desde alguna granja oculta entre las colinas; pero era como un sonido ensoñador en sus oídos. No se percibían signos de vida en su proximidad, salvo el ocasional chirrido melancólico de un grillo –o quizás el retumbe gutural de una rana toro desde algún pantano cercano, como si despertase intranquila y se diera la vuelta en su lecho.

Todos aquellos relatos de fantasmas y duendes que había escuchado durante la tarde inundaban ahora su memoria. La noche se volvía cada vez más oscura; las estrellas se hundían en lo alto, y nubes errantes a ratos las ocultaban. Nunca se había sentido tan solo y desolado. Además, se estaba aproximando al mismo lugar donde se habían situado muchos de los escenarios de aquellas leyendas. En el centro del camino se erguía un inmenso tulipero, que se alzaba como un gigante entre los demás árboles del vecindario, constituyendo una especie de señal. Sus ramas, nudosas y fantásticas, tan grandes como los troncos de árboles comunes, se retorcían descendiendo casi hasta el suelo y volviendo de nuevo a elevarse. Ese árbol estaba vinculado con la trágica historia del desafortunado André, que fue apresado allí con rigor; y era universalmente conocido como el árbol del Mayor André. La gente lo miraba con una mezcla de respeto y superstición, tanto por la compasión hacia el infortunio de su desafortunado homónimo, como por las historias de extrañas visiones y lamentos que se contaban en torno a él.

Al aproximarse a ese temible árbol, Ichabod empezó a silbar; y creyó oír respuesta a su silbido: tan solo era un fuerte soplo que recorría bruscamente sus ramas secas. Al acercarse un poco más, creyó ver algo blanco colgando en el medio del árbol; se detuvo y dejó de silbar; pero al mirar con mayor atención, se percató de que se trataba simplemente de donde el rayo había desgarrado la corteza, dejando a la vista la madera pálida. De pronto, oyó un gemido –los dientes le castañeteaban y las rodillas le daban golpes contra la montura: era el roce de una rama inmensa contra otra, meciéndose bajo la brisa. Pasó junto al árbol con seguridad, mas nuevos peligros se presentaban ante él.

A unos doscientos pasos del árbol, un pequeño arroyo cruza el camino, desembocando en un pantano frondoso y boscoso, conocido como Wiley’s Swamp. Unos cuantos troncos toscos colocados uno junto al otro servían de puente sobre el arroyo. En ese lado del camino, donde el arroyo entraba en el bosque, un grupo de robles y castaños, enmarañados por uvas silvestres, derramaban una penumbra cavernosa sobre el puente. Cruce de aquel puente resultaba la prueba más severa. Fue precisamente en ese mismo lugar donde capturaron al desafortunado André, y bajo la cubierta de esos castaños y enredaderas se escondían los robustos campesinos que lo sorprendieron. Desde entonces, aquel arroyo ha sido considerado embrujado, y el temor es intenso en el corazón del escolar que debe cruzarlo solo en la oscuridad.

Al aproximarse al arroyo, su corazón empezó a latir con fuerza; sin embargo, reunió todo el valor que pudo, dio a su caballo una serie de patadas en las costillas, e intentó cruzar raudo el puente; pero en lugar de avanzar, la testaruda bestia hizo un movimiento lateral y se estrelló de lado contra la verja. Ichabod, cuyo pánico se acrecentaba por la demora, tiró de las riendas en la dirección contraria y propinó vigorosamente una patada con la pierna opuesta; todo fue en vano, pues su corcel se puso en marcha, solo para precipitarse al otro lado del camino, cayendo en una maraña de zarzas y arbustos de aliso. El maestro, desesperado, azotó tanto con la vara como con el pie al flaco caballo Gunpowder, que embistió, resoplando y bufando, pero se detuvo justo al lado del puente, con tal brusquedad que casi le derriba la cabeza a Ichabod. Fue entonces cuando un estruendo, producido por el chapoteo cerca del puente, captó la atenta oreja del maestro. En la oscura sombra del bosque, en la ribera del arroyo, divisó algo enorme, desfigurado y descomunal. No se movió, sino que pareció fundirse en la penumbra, como un monstruo gigantesco listo para abalanzarse sobre él.

El cabello del asustado pedagogo se erizó de terror. ¿Qué podía hacer? Ya era demasiado tarde para huir; y, además, ¿qué posibilidad existía de escapar de un fantasma o demonio, si fuese lo que pareciera, que cabalgara sobre el viento? Así que, reuniendo un gesto de coraje, exclamó entre tartamudeos: "¿Quién eres tú?" No recibió respuesta. Repitió su demanda, con voz aún más nerviosa; nuevamente, silencio. Golpeó con la vara a los costados del inflexible Gunpowder, y cerrando los ojos, estalló en un salmodia frenética. En ese preciso instante, la siniestra figura se puso en movimiento, y de un brinco se situó en medio del camino. Aunque la noche era oscura y lúgubre, la forma del desconocido empezaba a definirse: parecía ser un jinete de gran estatura, montado en un imponente corcel negro. No ofreció indicios de querer molestarlo ni de sociabilizar, sino que se mantuvo apartado a un lado del camino, avanzando al mismo paso que Gunpowder, quien ya había superado su aturdimiento.

Ichabod, que no tenía gusto por aquella enigmática compañía nocturna, recordó la aventura de Brom Bones con el Hessiano Galopante, e inmediatamente aceleró su caballo con la esperanza de dejarle atrás. Pero el extraño, por su parte, hizo lo propio, igualando la velocidad de su montura. Ichabod se detuvo y comenzó a caminar, intentando tomar ventaja; el otro hizo lo mismo. Su corazón empezó a hundirse; intentó retomar su salmo, pero su lengua reseca se pegó al paladar y no logró articular ni una nota. Había en el sombrío y obstinado silencio de aquel acompañante algo tan misterioso y aterrador que pronto se esclareció. Al ascender por un terreno elevado, la figura de su compañero se destacó en el fondo del cielo, gigantesca y oculta bajo un manto, y para horror de Ichabod se percató de que ¡el jinete no tenía cabeza! Pero su espanto se tornó aún mayor al notar que la cabeza, que en condiciones normales reposaría sobre sus hombros, se exhibía en el pomo de la silla de montar, delante de él. Su terror alcanzó el clímax, y lanzó una serie de patadas y golpes desesperados contra Gunpowder, con la esperanza de deshacerse de tan aterradora visión, pero el espectro respondió saltando junto con él. Ambos se precipitaban, atravesando espesores y rocas; piedras volaban y chispas resplandecían en cada brinco. Las endebles vestiduras de Ichabod ondeaban a su paso, mientras él se estiraba por sobre el cuello del caballo, en el afán de huir.

Al poco, llegaron a la vía que desemboca en Sleepy Hollow; pero Gunpowder, aparentemente poseído por un demonio, en lugar de seguir el mismo camino, tomó un giro opuesto y se precipitó cuesta abajo hacia la izquierda. Esa ruta transcurre por un arroyo arenoso, sombreado por árboles durante aproximadamente un cuarto de milla, donde se encuentra el famoso puente de leyendas de duendes; y justo más allá se alza, en una colina verde, la iglesia blanca.

Ya el pánico del corcel parecía darle a Ichabod una aparente ventaja en la persecución; pero, apenas había avanzado medio trecho por el hollow, las cinchas de la silla cedieron, y él sintió que ésta se le deslizaba. La sostuvo por el pomo, tratando de aferrarse, pero en vano; apenas logró salvarse abrazando a Gunpowder alrededor del cuello, cuando la silla cayó al suelo y se oyó aplastada bajo los cascos de su perseguidor. Durante un lapso breve, el temor al enojo de Hans Van Ripper cruzó su mente –era, después de todo, su silla dominical– pero ese no era momento para temores mezquinos; el espectro presionaba con gran fuerza, y (si bien era un jinete torpe) le costó muchísimo mantener el equilibrio, en ocasiones resbalando de un lado, de otro, o siendo sacudido violentamente sobre el lomo del caballo, con una violencia que temía lo partiría en dos.

Finalmente, una abertura entre los árboles le ofreció esperanza: ya estaba cerca del ansiado puente de la iglesia. El parpadeante reflejo de una estrella plateada en el arroyo confirmaba que no se había equivocado. A lo lejos, divisó las paredes de la iglesia, tenues tras la arboleda. Recordó el lugar por donde Brom Bones había desaparecido en su enfrentamiento espectral. "Si logro alcanzar ese puente, estaré a salvo", pensó Ichabod. En ese preciso instante, oyó el resoplido y jadeo del corcel negro pisándole cerca; incluso llegó a sentir el calor del aliento del demonio. Con un coscorrón en las costillas, Gunpowder saltó sobre el puente; retumbó sobre las tablas resonantes; alcanzó la otra orilla; y entonces, Ichabod se volvió para ver si su perseguidor se desvanecía, de acuerdo a lo que dictan las leyendas –en un destello de fuego y azufre. Pero justo en ese instante, vio al espectro levantándose en la montura, a punto de arrojarle su cabeza. Ichabod intentó evadir tan horrible proyectil, pero fue demasiado tarde. El fantasma impactó contra su cráneo con un estruendo tremendo, arrojándolo al suelo, y Gunpowder, el corcel negro y el jinete espectral se desvanecieron como un torbellino.

A la mañana siguiente se encontró que el viejo caballo estaba sin su silla, y con el bocado holgado bajo sus pies, recortando el césped en la puerta de su amo. Ichabod no apareció en el desayuno; llegó la hora del almuerzo, pero el maestro seguía ausente. Los muchachos se reunieron en la escuela y pasearon distraídamente por las orillas del arroyo; pero el maestro no apareció. Hans Van Ripper empezó a inquietarse por el paradero del pobre Ichabod y de su silla. Se emprendió una pesquisa, y tras diligente investigación se encontraron sus huellas. En un tramo del camino hacia la iglesia se halló la silla pisoteada en la tierra; se vislumbraban huellas profundas de cascos a gran velocidad, y se siguieron hasta el puente, más allá del cual –en la ribera de una amplia sección del arroyo, cuyas aguas corrían negras y profundas– se encontró el sombrero del desafortunado Ichabod, junto a una calabaza destrozada.

Se buscó en el arroyo, pero el cuerpo del maestro desapareció. Hans Van Ripper atribuyó la desaparición a que Ichabod Crane fue llevado por el Hessiano Galopante. Es cierto que, años después, un viejo granjero que había visitado Nueva York y del cual se obtuvo este relato de la aventura fantasmal, trajo la noticia de que Ichabod Crane seguía vivo; que había abandonado la zona, tanto por temor al duende y a Hans Van Ripper como por la humillación de haber sido abruptamente rechazado por la heredera; que se había mudado a una región distante; continuó ejerciendo de maestro mientras cursaba estudios de derecho; fue admitido en el colegio de abogados; se dedicó a la política, hizo campaña electoral, escribió en periódicos; y finalmente fue nombrado juez en el tribunal de diez libras. Brom Bones, asimismo, quien poco después del despido triunfal de su rival acompañó a la florida Katrina al altar, solía mostrarse con una sonrisa cómplice cuando se relataba la historia de Ichabod, llegando incluso a reír a carcajadas al mencionar la calabaza; lo cual hacía sospechar a algunos que sabía más de lo que dejaba entrever.

El Jinete Sin Cabeza lanzando una calabaza a Ichabod Crane en una noche iluminada por la luna.
El momento culminante cuando el Jinete Sin Cabeza lanza una calabaza hacia Ichabod Crane.

Las viejas amas de casa del campo, sin embargo, que juzgan mejor estos asuntos, sostienen hasta el día de hoy que Ichabod fue llevado por medios sobrenaturales; y es una de las historias favoritas que se cuentan en torno al fuego las noches de invierno en la vecindad. El puente se convirtió más que nunca en un objeto de reverencia supersticiosa; y quizá por ello en los últimos años se ha modificado el camino para acercarse a la iglesia bordeando el estanque del molino. La escuela, al quedar desierta, se deterioró y se reportó que estaba embrujada por el fantasma del infortunado pedagogo; y el mozo del arado, al regresar solo en una cálida noche veraniega, a menudo jura haber escuchado en la distancia el espontáneo canto de un salmo melancólico, entonado por la aparente soledad de Sleepy Hollow.

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