La muerte y el jardinero: una parábola iraquí acerca del destino inevitable

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La muerte y el jardinero: una parábola iraquí acerca del destino inevitable
The first glimpse of Death clothed in sable within a blossoming medieval Iraqi garden at early dawn, tension woven between roses and shadows.

Acerca de la historia: La muerte y el jardinero: una parábola iraquí acerca del destino inevitable es un Parábola de iraq ambientado en el Medieval. Este relato Poético explora temas de Sabiduría y es adecuado para Adultos. Ofrece Moral perspectivas. En la antigua Mesopotámica de Iraq, un humilde jardinero aprende que la muerte no puede ser esquivada, solo aceptada.

Introduction

Bajo un cielo mielado, más allá de los muros susurrantes de los célebres jardines de Mosul, un humilde jardinero cuidaba sus flores con devoción inquebrantable. Las rosas se extendían como sangre sobre los setos bajos, mientras los limoneros temblaban con gotitas de rocío que relucían como estrellas distantes. Se levantaba antes del primer rubor del alba, exclamando: “¡Por el Tigris, que florezcan los brotes!” Su túnica se le pegaba al cuerpo, impregnada del aroma a tierra húmeda y resina de pino. El canto de los pájaros se enredaba entre los cipreses como un hilo de seda, y la pala del jardinero golpeaba la tierra con un suave chasquido que recordaba a los tímbales en una boda lejana.

Una mañana, cuando el cielo se iluminaba con un tenue resplandor coral, vislumbró una figura esbelta en el arco de entrada. Vestía un manto negro; la presencia de la Muerte brillaba como el calor sobre el barro agrietado. El jardinero se quedó inmóvil, el corazón latiéndole a la velocidad de una gacela asustada. Se apartó el cabello empapado de sudor y murmuró una plegaria en árabe clásico: “Inshallah que hallemos misericordia.” Pero no llegó clemencia. La silueta silenciosa avanzó.

Con las palmas resbaladizas, se aferró al mango de la pala como si aquel resto de madera pudiera ahuyentar el reclamo de la Eternidad. El aire olía a cilantro y a madera que aún humeaba. El llamado a la oración resonó desde los minaretes, un tambor solemne que marcaba el paso del tiempo. El jardinero respiraba con dificultad, como si el mundo entero se plegara. Perseguía a la Muerte por pasillos guarnecidos de jazmines; el polvo danzaba tras sus pies, como luciérnagas de esmeralda en un farol. Sin embargo, la Muerte era tan ineludible como la noche. Con juramento por la barba de Alá, decidió huir más allá de aquellos muros perfumados, seguro de que, tras arenas estériles y colinas afiladas, podría burlar al visitante silencioso.

Así comienza nuestra historia de huida y aceptación, trazando huellas desde el fértil jardín hasta las dunas del desierto, de valles donde el río entona su canción ancestral a cavernas montañosas frías como tumbas olvidadas. Se despliega como un tapiz tejido con pérdida y esperanza, colores que centellean incluso cuando el destino exhala su último aliento sobre cada hilo.

1. La Primera Fuga

El jardinero escapó al amanecer, el polvo elevándose como niebla perlada tras sus apresurados pasos. Sus sandalias levantaban fragmentos de ladrillo raído, cada pedazo un recuerdo de estaciones pasadas. Se internó entre puestos de mercado donde los mercaderes regateaban sedas escarlatas y cuentas de vidrio centelleantes. El aroma a comino y pan plano recién hecho se mezclaba con el tintineo de bandejas de cobre, pero él solo percibía el retumbar de su corazón. Se atrevió a mirar por encima del hombro y vio el manto de la Muerte arrastrándose como tinta derramada sobre la arenisca.

Con el corazón desbocado, sujetó la pala como cayado de pastor, deseando que repeliera al intruso silencioso. Pasó junto a una fuente murmurante, donde el agua bajaba por azulejos gastados, resonando como secretos en voz baja. Luego saltó a un puente estrecho que se arqueaba sobre el Tigris, cuyas aguas reflejaban un oro pálido. Abajo, los peces centelleaban como motas de plata líquida. El jardinero susurró: “Gawwa qalbi, perdóname.” Pero la Muerte apareció al otro extremo del puente, erguida con paciencia de vieja amiga.

Se desvió y se sumergió en un palmeral de dátiles. Las frondas crujían como aplausos lejanos. Los racimos colgaban pesados, pegajosos como miel derretida. Él rozaba los troncos rugosos, notando cómo las hendiduras se clavaban en sus dedos, mientras una brisa cálida traía risas lejanas de niños jugando tras el muro del huerto. Pero la Muerte avanzaba, raíz tras raíz, silenciosa como la noche.

Alcanzó las puertas de la ciudad y corrió hacia el desierto. Los guardias apenas notaron su capa polvorienta. Irrumpió en dunas abrasadas por el sol, donde el calor ascendía en ondas temblorosas. Cada grano de arena ardía como gema incandescente bajo sus pies. El aire olía a roca reseca y costrosa. Aun así, huyó, convencido de que ningún mortal podría superar la zancada de la Eternidad. De vez en cuando, campanillas de camellos tintineaban a lo lejos, nana de comerciantes errantes. Pero al detenerse, jadeante, la figura negra emergía entre las dunas, tan ineluctable como la próxima marea.

Se arrodilló en la arena, el aliento entrecortado, los brazos abiertos en señal de desesperación. La brisa traía un débil aroma a sándalo. Juró por la luna agrietada, por cada oración susurrada en el polvo, que no se rendiría. Entonces, en ese instante de desafiante temblor, la Muerte extendió una pálida mano. No se pronunciaron palabras. Solo el viento suspiró sobre las arenas, como un nocturno.

Un agotado jardinero tropezó en las dunas del desierto bañadas por el sol, con la silueta de la Muerte emergiendo entre las arenas doradas.
La frenética huida del jardinero a través de las arenas relucientes cuando la figura oscura de la Muerte aparece en el horizonte bajo el sol del mediodía.

2. La Ermita en la Montaña

Al filo del alba, escaló un paso escarpado más allá del desierto, cada pisada resonando como un tambor lejano. Las rocas mordían sus sandalias, vetas de cuarzo reluciendo como relámpagos congelados. Buscaba refugio en el rumor de que los ermitaños de la montaña ampararían a cualquier alma fatigada—y más aún a quien huía de la Muerte. Arbustos de tomillo silvestre perfumaban el wadi, y se detuvo para inhalar su bálsamo refrescante. Sobre él, el canto de una alondra se elevaba, tan despreocupado como la risa de un niño en una boda.

A media mañana, llegó a una ermita de piedra en ruinas encaramada en un precipicio. Sus ventanucos enmarcaban acantilados que se desplomaban hacia un río serpenteante. El ermitaño, vestido con lana ajada, le ofreció pan horneado con aceite de oliva; juntos compartieron un banquete de sal y brasas humeantes. El jardinero apoyó sus manos callosas en la pared de madera—áspera como la mejilla de un anciano. El ermitaño entonó un salmo antiguo, con voz grave y sosegada.

Pero al caer la tarde, el jardinero vio una sombra oscura en la cresta. Se inclinaba junto a unos arbustos de romero, como si los cuidara. Se sintió hueco como una calabaza seca, pero reunió valor y preguntó: “¿Quién camina por las alturas a estas horas?” El ermitaño susurró: “Mira bien, hijo.” El jardinero se acercó y contuvo el aliento al ver que la Muerte enderezaba su manto, salpicado de agujas de pino.

El frío miedo lo recorrió con fuerza más punzante que cualquier vendaval montañoso. Echó a correr por las empinadas sendas, con el corazón retumbando. La risa del ermitaño lo siguió como un trueno lejano. Piedras sueltas resonaban en protesta. El aroma a enebro pisoteado y el lejano repicar de una campana solitaria le recordaron que ningún refugio en la tierra o la roca detendría al que viene por todo ser viviente.

Agotado bajo un enebro, apoyó la frente en una raíz fresca, respirando la dulzura amarga de la resina. Murmuró: “Por todos los santos y profetas, apártate.” Pero el silencio solo se rompía con sus jadeos temblorosos. Al fin se incorporó, con las piernas cansadas como lienzo raído, y juró arrojarse al río impetuoso que corría abajo.

Mas ni siquiera la corriente más veloz puede ahogar el paso sigiloso de la Muerte.

El jardinero encuentra a la Muerte esperando en una ermita ventosa, situada en lo alto de una garganta ribereña en Irak.
En un retiro de piedra en el que vive un ermitaño, situado en un acantilado escarpado, el jardinero descubre a la Muerte acechando cerca del tomillo y el romero bajo un cielo violeta.

3. La Misericordia del Río

Al descender del paso, las rodillas le flaquearon donde la montaña se encontraba con el valle. Abajo, el Tigris serpenteaba por las llanuras aluviales como un cauce de plata. Las palmas rozaban la orilla, así que se adentró en sus aguas para lavar el polvo de sus brazos. La corriente murmuraba oraciones líquidas y cristalinas. Hundió las manos en el frío flujo, cerró los ojos y aspiró la frescura del río, mezcla de humedad y queso de cabra que llegaba de los puestos cercanos.

Pensó en el salmo del ermitaño, en el eco de las risas infantiles y en el zumbido de los mosquitos al caer el día. Aquel río había visto reyes y caravanas, había escuchado a poetas recitar odas bajo la luna. Seguramente lo protegería del avance implacable de la Muerte. Se internó hasta que sólo el mentón y el cabello mojado asomaban en la superficie. El agua escurrió por su barba como cristal derretido.

Con el ocaso, sintió la presencia sombría en la orilla. Hilos de lamparillas parpadeaban en el mercado detrás de él. Nadó hacia el centro, dejándose llevar por la corriente como una hoja. Una música tenue llegaba de las tabernas cercanas: laúd y daf en un ritmo cadencioso. El jardinero se dejó reconfortar por la melodía, convencido de que la Muerte no se sumergiría, así como la fe no se hunde en la desesperación.

Pero el pulso de la historia no se elude tan fácilmente. Una figura silenciosa subió a una balsa de cañas volcada. Aun en la penumbra, reconoció la máscara vacía de la Muerte bajo la capucha. Se deslizó hacia él, tan firme como el cauce del río. El pánico tensó sus pulmones. Pataleó con todas sus fuerzas hacia la orilla lejana; cada brazada era una súplica por clemencia. El agua golpeaba sus costados como tambores apagados.

Finalmente, se incorporó en la ribera, temblando como junco quebrado. Su túnica empapada le ceñía la piel, y los cristales de sal brillaban como estrellas caídas. Se dejó caer sobre un lecho de juncos, cuyos tallos le rozaban la mejilla con suaves caricias. No le quedaba otro camino que rendirse. Miró sus manos temblorosas y suspiró: “Oh corazón voluble, por fin, detente.”

Y en ese silencio, la Muerte al fin habló.

El jardinero se adentra en el río Tigris mientras la Muerte se acerca en una balsa improvisada de cañas al atardecer.
Bajo un cielo violeta crepuscular, el río Tigris lleva hacia arriba las esperanzas del jardinero, mientras la Muerte se desliza sobre una balsa de cañas con una silenciosa inevitabilidad.

4. El Abrazo del Jardín

El jardinero se levantó con las estrellas aún titilando sobre las palmeras datileras. Los huesos le dolían como ramas quebradas. Caminó de regreso al jardín amurallado del que había huido, inhalando el dulce almizcle del jazmín de noche. Faroles de olivo parpadeaban en el patio, proyectando sombras temblorosas sobre los mosaicos. El cielo conservaba el silencio de la medianoche, interrumpido sólo por el suave ulular de un búho.

En el centro del jardín se alzaba un venerable limonero, con frutos pálidos como lunas atrapadas en el follaje verde. Bajo su copa, el jardinero colocó un bajo taburete de madera y frotó el pilón de mármol hasta que brilló como marfil pulido. Dispuso higos secos, queso de cabra y panes planos salpicados de semillas de nigella en una bandeja de latón. Con manos temblorosas, arrancó un solo limón y se lo ofreció a la figura que se acercaba.

La Muerte entró con la misma suavidad con que el ocaso roba el color al cielo. El jardinero inclinó la cabeza y murmuró: “Bienvenido, amigo al que no puedo huir.” La mano esquelética se cernió sobre el cítrico, luego lo aceptó. Juntos se sentaron bajo las hojas susurrantes del limonero. El jardinero vertió agua de rosas en tazas de porcelana agrietada. El vapor ascendía, llevando el aroma de pétalos y miel.

No hicieron falta palabras. En esa comunión silenciosa, florecieron los capullos y los ruiseñores entonaron sus trinos. Una brisa fresca ondeó las cortinas de satén colgadas entre las columnas. Los muros del jardín parecían respirar con cada parpadeo de la antorcha. Hasta la Muerte se mostró menos temible, como si el calor de la hospitalidad la ablandara.

Al primer rayo del alba, el jardinero estaba tan sereno como un estanque en calma. Apoyó la palma sobre la corteza del limonero y susurró: “Ahora comprendo: el fruto más dulce de la vida nace de nuestro fin.” La Muerte inclinó la capucha y, por un instante, el mundo se detuvo entre la flor y la hoja marchita.

Cuando los primeros jilgueros iniciaron su himno matinal, la Muerte se levantó y se deslizó hacia el arco de salida. El jardinero la observó, el corazón firme como metal enfriado en agua. “Ve en paz,” murmuró.

La Muerte se desvaneció en el patio exterior, su manto disolviéndose en el alba pálida. El jardinero quedó bajo el limonero, consciente de que, aunque aquel incansable acecho había cesado, la marea de la vida lo llevaría adelante, cada aliento siendo una plegaria acogida por la mano suave del destino.

Bajo un árbol de limón en un jardín medieval iraquí, el jardinero comparte un momento silencioso con la Muerte.
Una comunión tranquila bajo el árbol de limón: el jardinero ofrece refresco a la Muerte en el suave resplandor del alba dentro de un jardín medieval iraquí amurallado.

Conclusión

Mucho después de que el alba iluminara el mundo de nuevo, el jardinero se quedó entre pétalos de rosas y hojas de limón, cada respiración un testimonio de la frágil esplendor de la vida. Ya no perseguía al silencioso halcón del destino ni se estremecía ante su llegada. En cambio, cuidaba sus flores con manos gentiles, consciente de que cada capullo reflejaba su propia breve estación. Los colores del jardín—carmesí, oro y esmeralda—brillaban más intensos por saber que estaban destinados a desvanecerse.

El perfume de jazmín y piedra mojada flotaba en la brisa, trayendo consigo recuerdos de su viaje: los arcos iluminados por faroles, el silencio del desierto, el salmo del ermitaño y la nana del río. Al enfrentar a la Muerte bajo el limonero, descubrió una verdad tan antigua como el Éufrates: para vivir plenamente, primero hay que aceptar el otoño final. Su pala dejó de sentirse escudo para convertirse en herramienta de belleza efímera; cada giro de la tierra, una oración por el mañana.

Y cuando por fin su propia estación declinara, sólo pidió que sus manos reposaran sobre la tierra que amó. Porque en esa rendición suave, la vida y la muerte se entrelazan como dos enredaderas trepando el muro del jardín. Con su aceptación, aprendió que la Muerte no es ladrón de la noche, sino viejo compañero que guía a todo viajero de regreso a casa. En el silencio tras el crepúsculo, el jardín susurró bendiciones tanto para los vivos como para los que partieron. Y el jardinero, contento bajo la cúpula celeste, descansó en la promesa de cada semilla aún por brotar.

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