La molienda que producía monedas de plata

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La molienda que producía monedas de plata
Runa approaches the ancient mill by the fjord, its wheel silent yet brimming with unseen enchantment beneath a veil of mist.

Acerca de la historia: La molienda que producía monedas de plata es un Cuento popular de norway ambientado en el Medieval. Este relato Humorístico explora temas de Sabiduría y es adecuado para Todas las edades. Ofrece Entretenido perspectivas. Un travieso espíritu juguetón se topa con un molino místico que produce monedas de plata, desatando un torbellino de travesuras divertidas.

Introducción

En una fresca mañana de otoño, el aire olía a agujas de pino y humo de leña cuando la joven Runa se encaminó hacia el viejo molino junto al fiordo. Sus botas chirriaban sobre el musgo y la escarcha, y el ulular lejano de un búho resonaba, como un secreto entre los pinos. Había oído rumores sobre una antigua muela que convertía la cebada en un fino harina, pero algo aún más extraño flotaba en las historias susurradas de las tabernas. Algunos aseguraban que, en lugar de harina, escupía monedas de plata.

Runa, inquieta como un colibrí, sintió que la curiosidad le erizaba la piel. Se deslizó bajo las vigas de roble del molino derruido, donde la rueda yacía inmóvil, recubierta de líquenes verdes. El agua, procedente de las montañas, goteaba con un suave susurro contra la piedra oscura. Apoyó la palma de su mano sobre la muela: fría y áspera, como el casco de un barco. Entonces susurró las palabras que los viejos labriegos ni se atrevían a pronunciar: “Por la gracia del fiordo y del fuego, muele para mí una muestra de tesoro.”

Un silencio chisporroteante llenó el lugar, roto de pronto por el giro de engranajes y el crujido de la madera. El polvo plateado estalló como luz de estrellas cuando la piedra giró. ¡Clinc! ¡Clinc! Un montón prolijo de monedas rodó hasta una canaleta de madera. La respiración de Runa se detuvo por un instante, mezclándose con el aroma de tierra húmeda. Recogió el reluciente botín, su frío mordiendo los dedos como una nevada reciente. Las posibilidades se desplegaban ante ella como un camino alargado bajo cielos estrellados.

Sin embargo, en lo profundo de su corazón, se preguntó: ¿qué podría salir mal cuando el deseo y la magia danzan al unísono? Con una sonrisa, supo que pronto lo descubriría.

Descubrimiento junto al fiordo

Runa regresó a su aldea con los bolsillos tan repletos que parecían retumbar como un trueno lejano. Cada moneda de plata se sentía firme como la garra de un águila, y las apretó contra la lana húmeda de su capa. El aroma de la bruma salina se le adhería al borde de la prenda mientras narraba la proeza del molino a todo el que quisiera escuchar. La vieja Maren, la panadera, casi arrojó su pan a la lumbre al escucharla, murmurando que “es como buscar una aguja en un pajar”—un recordatorio de que a veces lo imposible ocurre.

Aquella noche, bajo la titilante luz del hogar, Runa decidió poner a prueba el molino de nuevo. Se deslizó fuera de casa; las tablas del suelo susurraban como ratones cautelosos bajo sus pies. Afuera, una brisa acariciaba la superficie del fiordo, trayendo un leve olor a algas y madera a la deriva. La luna, un hoz plateada en el cielo, parecía guiada por el mismo hechizo que daba vida al molino.

Midió un saco de fina cebada y lo envolvió en una tela perfumada con enebro, luego pronunció el antiguo encantamiento. La rueda cobró movimiento con un gemido, semejante al de un roble despertando de su letargo. Chispas de magia danzaron sobre la piedra, como si luciérnagas hubiesen quedado atrapadas en ella. El rugido del molino ahogó el suave chapoteo del agua.

Minutos después, una cascada de monedas cayó en la canaleta. Runa las recogió, el metal brillando como estrellas caídas. Pero al instante, un temblor recorrió la tierra. El suelo vibró con un siseo profundo, como si trolls se removieran bajo rocas distantes. Miró a su alrededor. Los pinos que antes estaban quietos ahora susurraban en señal de advertencia.

Con el corazón latiendo alborotado como un bote en mar agitado, Runa comprendió que un poder así conllevaba peligro. La codicia podía acercarse, hambrienta como un lobo invernal. Pero ella era astuta—tomar al toro por los cuernos. Y así comenzó de verdad su gran aventura.

Una joven junto a un fiordo cubierto de niebla en la noche, sosteniendo relucientes monedas de plata bajo una luna plateada.
Runa contempla su primera captura de monedas de plata junto al fiordo iluminado por la luna, percibiendo una mezcla de asombro y presentimiento en el silencio de la noche.

La primera travesura del molino

La noticia de la fortuna de Runa se propagó por la aldea como un incendio arrastrado por el viento. Pronto, los mercaderes locales le ofrecían barriles de grano a cambio de una parte de la plata. Ella fingía vacilar, con los labios curvados en una sonrisa astuta, aceptando solo lo justo para mantener su secreto a salvo. Cada mañana cargaba sacos de cebada y bajaba por el sendero envuelto en niebla, el aire impregnado de humo de turba y el murmullo de las gaviotas despertando.

Dentro del molino olvidado, experimentó con distintos cereales: centeno, avena e incluso mijo silvestre recogido de campos abandonados. Para su alegría, cada variante producía monedas de plata con curiosas runas. Eran frías, tan nítidas como la primera escarcha de otoño. Cada montoncito tintineaba en su bolsa como risas contenidas.

En una mañana húmeda, la rueda giró con tal fuerza que los engranajes de madera gimieron en protesta. Un olor metálico llenó el aire, parecido al presagio de la sangre antes de una tormenta. Runa abrió la tolva y miró en su interior. Allí, atascada entre dientes de hierro, relucía una moneda diferente, grabada con el rostro de un lobo feroz coronado por hojas de roble.

La guardó sin saber que el encantamiento del molino comenzaba a cambiar. Por cada saco de grano que convertía, un susurro de avaricia se filtraba en las piedras. Un ansia voraz de plata anidaba en su núcleo, desequilibrando la armonía del agua y la madera. El murmullo que antes acariciaba como una nana ahora retumbaba contra las paredes.

Al salir, dos viajeros harapientos aguardaban en la puerta. Sus ojos brillaban con codicia, resbaladiza como anguilas. “Muchacha,” siseó uno, “oímos hablar de un molino que hace plata. Guíanos y repartiremos el botín.” El otro escupió al barro. El pulso de Runa retumbó en sus costillas. Puso un dedo junto a sus labios. El engaño sería su salvavidas.

Los invitó a cenar: la cocina acogía un guiso caliente y el aroma del arenque en vinagre. Afuera, la lluvia marcaba un ritmo juguetón sobre las tejas. Mientras ellos mojaban el pan en el caldo, ella tejía cuentos de una rueda estropeada y aguas malditas. La avaricia les agrió el semblante, que se torció como fruta podrida. Al amanecer se fueron, murmurando maldiciones y con las manos vacías.

La risa de Runa resonó clara como campanas de iglesia—había burlado a los dos. Pero el apetito del molino siguió royendo su conciencia, recordándole que la astucia requiere prudencia.

Dentro de una antigua cámara de molino, engranajes y piedras brillan tenuemente mientras caen monedas de plata por una tolva.
Runa experimenta con diferentes granos dentro del molino encantado, observando con asombro cómo monedas de plata caen en cascada desde la piedra.

Problemas en la ciudad del mercado

Con los bolsillos llenos de plata, Runa se aventuró a Brynheim, la ciudad del mercado. Puestos de madera flanqueaban callejones embarrados, sus mercancías dispuestas como joyas sobre terciopelo. El aroma de manzanas especiadas se mezclaba con los martillazos de los herreros; cada golpe retumbaba como un trueno lejano. La emoción le picaba la piel, pero el recelo no se quedaba atrás: los aldeanos eran tan avispados como truchas en el río cuando el oro rondaba.

Compró semillas para los cultivos de invierno y un paño de lana carmesí para el chal de su madre. Cada mercader la asediaba por más plata, con ojos que relucían como las mismas monedas. Un comerciante fornido intentó deslizarse un puñado en el puño mientras ella le daba la espalda; el tintineo de la plata sonó suave como cuentas de oración. Runa le sujetó la manga y le dedicó su sonrisa más delgada. “Cuida tus modales,” dijo, con voz fría como agua glacial. Él balbuceó una disculpa y se marchó, dejándola negociar en paz.

El sol de mediodía rugía sobre la plaza cuando un grupo de guardias de la ciudad, con corazas relucientes como nieve fresca, recorrió los puestos con semblantes severos. Crecieron los susurros: iban tras un tesoro mágico que amenazaba la economía del reino. El corazón de Runa latió desbocado, como un ciervo al acecho. Se aferró a su talega, el cuero templado y cálido bajo su capa.

Pensó rápido y se desvió hacia un callejón impregnado de paja húmeda. Desde la puerta de una taberna llegaron los acordes de un violinista ambulante, tejiendo su melodía en el aire fresco. Entró y pidió hidromiel especiada, ocultándose tras un barril de salmón ahumado, su aroma salino y potente.

Tras el paso de los guardias, surgió entre la multitud. Con algunas monedas sobornó a un malabarista ruidoso para que montase un espectáculo de antorchas en llamas y cuchillos giratorios. El gentío vitoreó hasta que los guardias se perdieron en la marea humana. Runa escapó con su talega, que tintineaba como campanillas de capilla.

Esa noche, de vuelta en el molino, reflexionó sobre cómo la codicia y la ley se entrelazaban con la magia. Su risa se atenuó bajo el crepúsculo; entendió que la rueda de la fortuna es tan impredecible como las mareas del mar.

Una bulliciosa plaza del mercado medieval noruega con puestos de madera, compradores y guardias de la ciudad bajo una luz brillante del día.
Runa navega por el bullicioso mercado de Brynheim, esquivando hábilmente a los guardias mientras las monedas de plata tintinean en su bolsa.

La astuta huida

A la mañana siguiente, Runa percibió un cambio en el latido del molino. El agua corría con más estruendo, como si estuviera furiosa por su confinamiento. Una neblina metálica flotaba sobre la tolva, centelleando como auroras boreales atrapadas en el vidrio. Palpó la moneda rúnica con el dedo: ardía con un calor inusual, vibrando bajo su contacto.

De pronto, las muelas se sacudieron. La rueda giró al revés, lanzando chispas con olor a azufre en el ambiente enmohecido. Todo el grano que le quedaba—sacos enteros de cebada y avena—se convirtió en polvo de plata cruda. Se filtró entre las tablas del suelo, subió hasta las vigas como fantasmas invernales. Runa dio un salto atrás; su corazón retumbaba como un alud. El frenesí del hechizo había ido demasiado lejos.

Arrojó su capa sobre la tolva y salió corriendo. La lluvia le golpeaba el rostro, fría y salobre. El molino crujía como si sufriera; vigas de madera se astillaban bajo la presión. Runa comprendió que solo la destrucción de la moneda rúnica del lobo detendría la maldición. Pero la pieza permanecía atrapada en el vientre del molino, y las rejas de hierro cerraban sus puertas.

Se dirigió a la herrería donde el viejo Torvald forjaba rejas al rojo vivo. El hogar chisporroteaba, brasas alzando una danza de chispas. “¡Ayúdame!” jadeó, entregándole astillas de madera y el resto del grano a medio moler. Él captó la urgencia en su voz, y con ágiles golpes abrió la puerta del molino. Entraron juntos, las botas resonando contra la piedra.

Dentro, el aire mágico rugía a su alrededor. Runa buscó el refugio de la moneda lobuna y lo halló encajada entre dientes de hierro, irradiando un fulgor feroz. Con el martillo de Torvald, la hizo añicos. Un crujido atronador retumbó, y un silencio profundo cayó como la última hoja de otoño.

Las muelas se detuvieron, la rueda paró y el olor a azufre se disipó. Solo quedó el goteo rítmico del agua. Runa se arrodilló, exánime, como un cisne herido.

Más tarde, bajo la calma lunar, ella y Torvald repararon la rueda del molino. Recordó que Alle gode ting er tre—todas las cosas buenas vienen de tres en tres. Dejó al antiguo hechizo en reposo.

Al amanecer, con el horizonte teñido de rosas, Runa se marchó, los bolsillos aún llenos con un modesto puñado de plata. Había burlado la codicia, salvado a su aldea de la ruina y aprendido que incluso un corazón juguetón debe pagar el precio de la magia.

Runa y un herrero entran apresuradamente en una cámara del molino mientras chispas vuelan alrededor de las piedras de moler.
En un intento desesperado, Runa y el herrero Torvald rompen la moneda rúnica maldita para salvar el molino de un sobrecargado mágico.

Conclusión

Pasaron meses y el molino volvió al silencio, moliendo solo grano para los aldeanos. Runa lo visitaba de vez en cuando, dejando cestas de avena y bayas silvestres en su puerta. El recuerdo de la plata perduró como el regusto de un licor dulce, recordatorio de su audacia. Junto al hogar de su casa, narraba las aventuras a niños de ojos abiertos, entretejiendo en cada relato lecciones de templanza.

Conservó una sola moneda de plata—simple y sin marcas—guardada en la caja de costura de madera de su madre. Allí reposaba, fría al tacto, testigo silencioso de lo que ocurre cuando la curiosidad se encuentra con el valor. Nunca más buscó la magia del molino. Mejor dejar que el asombro descanse, pensó, como un arroyo invernal bajo el hielo.

Ocasionalmente, los mercaderes aún susurran historias de un molino fantasma que convertía cebada en riqueza. Algunos se adentran por el fiordo en busca de oro. Ninguno descubre la rueda secreta, cuyas puertas quedaron cerradas por la amistad y la risa compartida, no por el hierro. Los aldeanos hablan de Runa con cariño y orgullo, murmurando que ella supo burlar a trolls y mercaderes.

Al fin, el mayor tesoro fue el propio relato—trasmitido de hogar en hogar, tan reconfortante como pan recién horneado. Y aunque la plata ofreció emoción, fue su ingenio y su bondad lo que forjó la verdadera magia. Runa aprendió que una mente sagaz y un corazón sincero pueden soportar cualquier tormenta, y que el folklore se enriquece cuando se comparte bajo cielos estrellados.

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