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Acerca de la historia: Los Tres Tambores de Santería es un Legend de cuba ambientado en el Contemporary. Este relato Conversational explora temas de Courage y es adecuado para Young. Ofrece Entertaining perspectivas. El destino de un joven baterista se revela cuando descubre los legendarios tambores Batá de la santería.
En el corazón de La Habana, donde las calles vibran con el bullicio de los vendedores y el aroma del café tostado perdura en el aire cálido, existe una leyenda transmitida en susurros—una que solo se menciona en los rincones tranquilos de los templos de la Santería o detrás de las pesadas cortinas de los viejos bares de ron.
Es la historia del *Ayán*, los tres tambores sagrados de la Santería.
Estos tambores no son simples instrumentos. Son antiguos recipientes de poder, impregnados con las bendiciones—y las cargas—de los Orishas. Se dice que quien los toque con un corazón puro puede comandar las fuerzas de la naturaleza, alterar el destino y tender el puente entre los vivos y los muertos.
Pero tal poder no se obtiene sin costo.
Cuando un joven percusionista llamado Mateo Gómez tropieza con los perdidos tambores Batá, se ve atraído a un mundo de espíritu y sombra, un mundo donde cada golpe de sus manos lleva el peso del destino.
Sin embargo, queda la pregunta: *¿Es el hombre quien toca el tambor, o es el tambor quien toca al hombre?*
Mateo Gómez había nacido para el ritmo. Su padre, Miguel, era un maestro de la percusión, un hombre cuyas manos podían hablar en beats y cuyo tamborileo se decía que hacía bailar a los muertos. Desde que Mateo pudo sentarse erguido, había estado rodeado de tambores—conga, bongó, Batá. Aprendió a oír sus voces antes de siquiera poder hablar las suyas propias. Pero a pesar de su talento, siempre sentía que algo… faltaba. Había un ritmo dentro de él que nunca podía alcanzar del todo, un sonido que lo eludía sin importar cuán rápido o hábilmente tocara. Eso fue hasta la noche en que el viento susurró su nombre. Era una noche húmeda en La Habana. La ciudad estaba viva, como siempre—el sonido de la música flotando por las calles, risas saliendo de las puertas abiertas. Mateo se sentó en el porche de su abuela, sus dedos tamborileando distraídamente contra su rodilla, su mente inquieta. A su lado, Doña Estela, su abuela, lo observaba con sus ojos agudos y sabios. —¿Lo escuchas, no? —preguntó, rompiendo el silencio. Mateo levantó la mirada. —¿Escuchar qué? —El ritmo en el viento. Frunció el ceño. —No lo— Ella lo interrumpió con una pequeña y astuta sonrisa. —Lo harás. A la mañana siguiente, Mateo deambuló por el mercado, atravesando puestos llenos de mangos y guayabas, esquivando a un grupo de ancianos jugando dominó. No tenía destino, solo una extraña sensación de que algo lo esperaba. Entonces lo escuchó. Un susurro. No, un ritmo. Suave al principio, apenas audible, pero insistente. No provenía de los músicos en la plaza ni de la radio que sonaba desde el carro de un vendedor de frutas. Era más profundo, más antiguo—como algo llamando desde los huesos de la propia tierra. Lo siguió. Los callejones se estrechaban, el ruido de la ciudad disminuía como si hubiera entrado en otro mundo completamente. Y entonces lo encontró: una vieja tienda, su letrero de madera tan descolorido que era imposible de leer. La puerta estaba entreabierta, un leve rastro de incienso se elevaba en el aire. Dentro, el aire olía al tiempo mismo—madera envejecida, cera y algo más… algo antiguo. Y allí, reposando sobre un altar gastado, estaban tres tambores Batá. Mateo se acercó a ellos como si estuviera soñando. El más grande de los tres parecía vibrar bajo su mirada, las tallas a lo largo de sus lados brillando bajo la luz tenue. Sus dedos flotaron sobre la superficie, su pulso sincronizado con el ritmo invisible en el aire. Entonces, sin pensarlo, lo tocó. El mundo tembló. Por un momento, todo a su alrededor pareció ralentizarse, el aire se espesó, las velas parpadeaban salvajemente aunque no había brisa. Y en ese instante, Mateo supo—había encontrado lo que había estado buscando. O mejor dicho, lo había encontrado él a sí mismo. —Aléjate de los tambores. La voz era firme, serena. Mateo se volvió para ver a un anciano observándolo desde las sombras. Su piel era oscura, su rostro marcado por el tiempo, pero sus ojos… sus ojos eran agudos, penetrantes, como si pudieran verlo a través de él. —Yo——no quise— — El hombre lo interrumpió con un movimiento de la mano. —No deberías estar aquí. Mateo tragó saliva. —¿Qué son estos tambores? Un pesado silencio se extendió entre ellos antes de que el hombre finalmente suspirara. —Son los *Ayán*—los tres sagrados Batá. Se dice que cada uno alberga un espíritu, una voz de más allá de este mundo. Mateo no pudo apartar la vista de ellos. —Entonces, ¿por qué… por qué siento que me pertenecen? Los labios del anciano se curvaron en algo entre una sonrisa y un ceño fruncido. —Porque los tambores eligen a su tamborilero. La respiración de Mateo se detuvo. —La pregunta es —continuó el hombre, acercándose—, ¿tienes la fuerza para tocarlos? Esa noche, Mateo regresó. El anciano—quien se presentó como Don Sebastián—lo estaba esperando. La tienda estaba oscura excepto por un círculo de velas que rodeaba los tambores. Sebastián hizo un gesto para que se sentara. —Toca. Mateo dudó. Algo en el aire se sentía… diferente. Más denso. Cargado. Pero sus manos se movieron antes de que su mente pudiera reaccionar. Golpeó el primer tambor. El sonido que estalló no era simplemente una nota—era una presencia. Las sombras se movieron. El aire onduló. El suelo bajo sus pies se sintió de repente inestable, como si toda la ciudad hubiera exhalado. Entonces llegó el susurro. Mateo ya no estaba en la tienda. El mundo había cambiado. Se encontraba en un campo abierto, el cielo arriba girando con colores que no reconocía. Y ante él, emergiendo de la oscuridad, estaban figuras—altas, formas parpadeantes con ojos que ardían como brasas. —Has escuchado nuestro llamado —habló una de ellas, su voz en capas, como si cien personas estuvieran hablando al mismo tiempo. El corazón de Mateo latía con fuerza. —¿Quién… quiénes son ustedes? —Somos las voces de los tambores. Y tú, hijo del ritmo, has sido elegido. Mateo sintió algo profundo en sus huesos cambiar. —¿Elegido para qué? Otra figura dio un paso adelante. —Restaurar el equilibrio. Algo en el aire se volvió frío. —El mundo está desafinado —continuó el espíritu—. El ritmo del universo está roto. Debes tocar. Debes traer armonía. La garganta de Mateo estaba seca. —¿Y si me niego? El cielo se oscureció. El viento aulló. —Entonces el mundo caerá en silencio. Cuando Mateo despertó, estaba de vuelta en la tienda, empapado en sudor. Sebastián estaba sobre él. —Los viste —dijo el anciano, no preguntando sino afirmando. Mateo asintió débilmente. —¿Qué… qué hago ahora? Sebastián le entregó un paño para que se secara la cara. —Ahora, muchacho, debes probarte a ti mismo. Durante tres días, Mateo tocó. Los tambores lo pusieron a prueba, lo empujaron. Cada noche, los espíritus regresaban. Susurraban su conocimiento, guiaban sus manos, exigían más. Y entonces, en la noche final, lo llevaron a las costas de La Habana. Ante él estaban los propios Orishas, observando. —Toca —ordenaron. Y así lo hizo. El mundo tembló. Los espíritus bailaron. El equilibrio fue restaurado. A partir de ese día, Mateo no era solo un tamborilero. Era el Guardián de los Ritmos, el puente entre lo visto y lo no visto. Y mientras él tocara, el mundo nunca caería en silencio.El Llamado de los Tambores
El Guardián de los Secretos
“Nos has despertado.”
Los Espíritus Hablan
La Prueba de los Orishas
Epílogo: El Ritmo Vive