La Tatwana: La tragedia de un herbolario guatemalteco
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Acerca de la historia: La Tatwana: La tragedia de un herbolario guatemalteco es un Ficción histórica de guatemala ambientado en el Siglo XVIII. Este relato Dramático explora temas de Justicia y es adecuado para Adultos. Ofrece Cultural perspectivas. Una crónica llena de tristeza sobre La Tatwana, cuyas manos sanadoras enfrentaron la cruel superstición en la Guatemala colonial.
Introducción
El aire fresco de las tierras altas guatemaltecas traía consigo el dulce y ácido aroma de las agujas de pino y el lejano zumbido de alas de quetzal. El humo ascendía en espirales desde las chimeneas ennegrecidas de las cabañas de adobe, como si fuera el aliento de una serpiente dormida. Al amanecer, el rocío se posaba en las mazorcas de maíz en brillantes perlas, pero bajo esa calma pastoral, el miedo se incubaba como una herida oculta. La Tatwana se levantaba antes de que los gallos rasgaran el cielo con su canto, ofreciendo sus manos para contar historias y preparar tinturas. Su voz era tan suave como un pétalo empapado de rocío, y se movía por los campos como la luz de la luna danzando sobre obsidiana, recolectando hierbas y murmurando oraciones aprendidas en los labios de su abuela. "Púchica", susurraban al pasar por su lado, como si la lástima y la sospecha se entrelazaran. "No hay mal que por bien no venga", suspiraba su madre, con la esperanza de que de la adversidad brotara un bien.
En los caseríos vecinos, los rumores alzaban el vuelo. Una vaca parió antes de tiempo; un niño despertó gritando a medianoche; la fiebre de un hombre no cedía. El nombre de La Tatwana brotaba de labios temblorosos como un pétalo oscuro flotando en un río de miedo. Al mediodía, el murmullo era áspero, cortante como el aire de la noche antes de la tormenta. Los aldeanos se pegaban a los muros resecos por el sol, hablando en voz baja de familiares en el bosque—gatos negros deslizándose entre los troncos—y de sortilegios ocultos bajo sus faldas. Las paredes de adobe parecían absorber cada mirada furtiva, cada palabra susurrada. Un bajo murmullo de voces, como un trueno lejano, anunciaba la tormenta por venir.

Susurros en las Altas Valles
Antes de que el sol asomara sobre las cumbres dentadas, los aldeanos se apiñaban junto al pozo hablando de sombras donde no deberían existir. La Tatwana, conocida por algunos como Remedios, se deslizaba entre ellos con una gracia que inquietaba a los más aprensivos. Le ofrecían sopa de yuca, pero se apartaban cuando ella entonaba un viejo canto. Esa melodía, tomada del quiché, era tan familiar como una nana y al mismo tiempo tan extraña como la luz de luna sobre obsidiana. En el mercado, vendía frascos de ungüento infusionado con pétalos de chile y caléndula. Su tacto podía aliviar a una madre en trabajo de parto o cortar la fiebre de un niño. El aroma de la pomada era vibrante, casi eléctrico, mezclando notas cítricas con la humedad de la tierra.
Una niña, María, corrió hacia ella una tarde, con lágrimas brillando en sus mejillas como pequeñas cuentas de vidrio. “Señora, la pierna de mi hermano duele más que el hambre de la selva.” La Tatwana lo examinó, murmurando oraciones sobre los tendones hinchados. Al presionar su palma contra la piel del niño, éste se estremeció como si un fantasma lo rozara. Para la cena, la fiebre había cedido. Los aldeanos celebraron un instante, pero pronto volvieron a hablar de pactos con fuerzas invisibles. Un anciano masculló en voz baja: “Hace tratos con espíritus más allá de nuestro alcance.”
Al tercer anochecer, las campanas de la iglesia repicaron, convocando a los fieles a las vísperas. La Tatwana se arrodilló al fondo, con la cabeza gacha. El incienso ardía blanco y dulce, elevándose como un velo ante el altar. Sus dedos se estremecían al compás de los volutas de cedro y mirra que rozaban su piel. Cada nota de la misa resonaba en las cerchas de madera, tejiendo un tapiz de esperanza y temor.
Allí fuera, un grupo de hombres se reunió. Llevaban sombreros de ala ancha y los ojos tan duros como cantos de río. “Ahí va la bruja”, siseó uno. “No hay mal que por bien no venga, pero esto ya es demasiado.” Sus voces crecían, ásperas como fibrillas de maguey arrancadas. A la luz de las lámparas, conspiraron para apresarla al amanecer, convencidos de que ella era la causa de todas las desgracias. Un viento bajo gimió a través del valle, trayendo el aroma de resina de pino y lluvia lejana. Madrid quizá buscaba la razón, pero aquí la superstición arraigaba como enredadera desbocada.
Llegaron por ella al alba. La Tatwana se despertó al sonido de su canasto cayendo, las hierbas esparciéndose como estrellas caídas sobre el empedrado. Manos toscas la sujetaron por los brazos. Sus ojos, pozos profundos de tristeza, los miraron sin titubear. “No deseo hacer daño”, murmulló con voz temblorosa pero firme. “Solo busco sanar.” Pero ataron sus muñecas con cuerdas toscas, tan ásperas como los temores de los aldeanos. Junto al pozo donde ella solía sacar agua, la arrastraron hacia una plataforma improvisada con maderos. La multitud la rodeó, sus rostros mediando sombras de antorchas y sospecha. El olor a pino húmedo y sudor se mezclaba, denso y asfixiante. No había piedad en sus miradas.

Juicio a la Luz de Luna
Bajo un cielo encapuchado, faroles colgaban de ramas bajas de un antiguo cedro. Los aldeanos formaron un círculo alrededor de un banco toscamente colocado. La Tatwana se presentó ante Don Esteban, el magistrado cuyo empolvado cabello resaltaba al dorado de las antorchas. El silencio solo se quebraba con el susurro de hojas secas y el lejano arrullo de tórtolas. El olor a queroseno derramado se fundía con el perfume terroso de la corteza húmeda.
Don Esteban carraspeó, con voz firme como granito: “Señora Remedios, a usted la llaman La Tatwana. Se le acusa de brujería y de tratar con espíritus maléficos. ¿Cómo se declara?” La pregunta quedó suspendida en el aire, como una gota de rocío a punto de caer.
Ella levantó el mentón, con ojos oscuros encendidos de desafío. “Me declaro no culpable de un crimen que jamás cometí. Mi único pecado es curar con hierbas y palabras de esperanza.” El parpadeo de una antorcha iluminó su rostro, dándole un halo casi etéreo, como si la luna misma se hubiese hecho carne. Su vestido, bordado con hilos de vivos colores, recordaba a un amanecer apasionado atrapado en tela.
Los acusadores avanzaron. Una comadrona afirmó que sus cataplasmas habían manchado de sangre la frente de un recién nacido. Un campesino juró que su esposa perdió al bebé tras tomar su té. “¡Es una envenenadora!”, clamó uno, con la voz crujiendo como madera seca. Otro aseguró haberla oído invocar fuerzas invisibles bajo la luna nueva. Sus palabras cayeron como piedras partidas en un estanque silencioso, extendiendo ondas de miedo.
El defensor de La Tatwana, el alcalde Herrera, apeló a la razón. “Son relatos sin fundamento, tejidos con envidia y temor. Esta mujer sirve a su gente sin cobrar un centavo, sin mala intención. ¿Vamos a castigar la bondad de forma precipitada?” Las velas chisporrotearon y luego se apagaron, proyectando sombras macabras contra los muros de adobe.
Una mujer en la multitud—una joven madre con el rostro surcado por el dolor—alzó la voz: “Las convulsiones de mi hija cesaron cuando La Tatwana posó su mano en su frente. No vi nigromancia, sino compasión.” Un murmullo recorrió a los presentes como un pequeño temblor. Algunos se persignaron, inseguros. Otros escupieron al suelo.
Mas la superstición era más profunda que la caridad. Frente al tribunal yacía un ídolo de hojas y paja: un muñeco marcado con hierbas quemadas, supuesto catalizador de maleficios. Los aldeanos se burlaron mientras el alcalde Herrera sostenía que ese amuleto avalaba la acusación, no la intención maléfica. “¿Jugamos a la hechicería cada vez que un niño hace una figura de paja?”, imploró. El magistrado bajó la mirada, agobiado por el conflicto.
Fuera del círculo, un trueno lejano presagiaba lluvia. Una gota cayó sobre un farol, silbando con protesta. La Tatwana alzó la vista al cielo, como buscando clemencia en los astros. El aire chisporroteaba de tensión eléctrica. Entonces, con el corazón encogido, Don Esteban dictó veredicto: condena a la hoguera. Esas palabras resonaron como campana de muerte y la multitud avanzó, antorchas en alto, voces estruendosas como tormenta. Las ramas de cedro se estremecieron y la fragancia de ozono se mezcló con el miedo.

Llamas sobre el Bosque de Cinta
La condujeron al cadalso junto al Bosque de Cinta, donde pinos gigantes formaban un anfiteatro oscuro. El suelo, alfombrado de agujas caídas, se clavaba en sus pies descalzos. Antorchas rodeaban la leña amontonada, cuyas llamas danzaban como espíritus desafiantes. La Tatwana, aún con las manos atadas, subió los maderos con paso firme, el corazón retumbando cual tambor en el silencio.
Se detuvo e inhaló el punzante aroma de resina y ceniza. El olor se enredaba con el terror, pegajoso como el duelo. Encontró la mirada del alcalde Herrera entre la multitud, pero él bajó la suya, con el pesar ardiendo tras los párpados. Una anciana escupió al suelo. “Este es fuego justo”, masculló, la voz quebradiza por los años. “Que purifique la tierra.”
La Tatwana alzó la barbilla. “Que mi espíritu halle paz donde el suyo no la encuentre”, susurró, palabras frágiles como alas de polilla. Una ráfaga recorrió las copas, dejando caer agujas de pino como una inesperada nevada.
Los verdugos apilaron leños alrededor de sus tobillos, dibujando la pira como una corona de espinas. El encargado encendió la chispa, y un torrente de llamas lamió primero sus pies. El fuego ascendió con voracidad de lobos, y la luz chisporroteó con una carcajada cruel.
Su camisa prendió al instante, la tela siseando al contacto con la llama. El dolor llegó en oleadas feroces, pero ella se mantuvo erguida, estatua de pena y algo más salvaje. El calor le abrasó la piel sin tregua. Cerró los ojos, y el mundo se tornó dorado tras sus párpados. Se escucharon pasos sobre la tierra. Un sollozo se rompió—quizá del alcalde Herrera mismo, lamentando demasiado tarde.
El humo se enroscó hacia el cielo, espeso y negro, opacando las estrellas. Traía consigo el olor del alquitrán de pino y carne chamuscada. Por un instante, todo quedó suspendido: el crujir de las llamas, el siseo de la ropa ardiendo, el murmullo de la multitud buscándose absolución en su destrucción.
Luego, el fuego reclamó el bosque. Chispas cayeron como brasas de un sol agonizante. Las ramas de cedro resplandecieron, como si el propio cielo se hubiera incendiado. En esa luz abrasadora, La Tatwana dejó de ser mujer para convertirse en leyenda—una brasa de desafío grabada en la memoria. Su último aliento se elevó en una columna de humo, un susurro antiguo entre los pinos.

Conclusión
Las estaciones pasaron y el mundo más allá de los altos valles continuó con nuevos gobernantes y decretos. Sin embargo, la leyenda de La Tatwana siguió entretejida en el tapiz de la tradición guatemalteca. Su nombre se transmitía de boca en boca, llevado por el viento que mecía los campos de maíz. Algunos afirmaban que su espíritu rondaba allí donde florecían las caléndulas, ofreciendo consuelo a los enfermos y fatigados. Otros visitaban el Bosque de Cinta, dejando hierbas frescas junto a la piedra de la pira, en un acto silencioso de contrición.
Con el tiempo, la iglesia erigió una pequeña ermita al borde del bosque. No albergaba estatuas, solo una sencilla placa grabada con su nombre y una línea: “Aquí murió quien solo quiso sanar.” Peregrinos se arrodillaban sobre la hierba húmeda de rocío, en la fresca mañana donde el aroma de la resina y la tierra mojada impregnaba el aire. Murmuraban oraciones de perdón y justicia por una vida extinguida por el miedo.
Aunque han pasado siglos, su historia perdura como advertencia y bálsamo. Nos recuerda cuán rápido la empatía puede volverse sospecha, cómo la justicia se tuerce en venganza. Pero también demuestra que la memoria, como semilla obstinada, puede brotar esperanza de las cenizas. El legado de La Tatwana vive en cada mano sanadora, en la cautela del aldeano que aprende a no juzgar apresuradamente.
Así, bajo un cielo que ha visto generaciones nacer y morir, los ecos de su coraje nos instan a elegir la misericordia sobre la malicia. Que aprendamos de las llamas que consumieron su cuerpo pero jamás su nombre. Porque al recordar a La Tatwana, honramos no solo a una mujer agraviada, sino al poder curativo de la compasión, que ni siquiera el tiempo puede consumir.