La niña llorando en la encrucijada: un cuento de duelo y gracia

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La niña llorando en la encrucijada: un cuento de duelo y gracia
Elin kneels at the moss-covered crossroads known as the Dancing Place, tears glistening in twilight's glow.

Acerca de la historia: La niña llorando en la encrucijada: un cuento de duelo y gracia es un Cuento popular de united-kingdom ambientado en el Medieval. Este relato Poético explora temas de Pérdida y es adecuado para Todas las edades. Ofrece Moral perspectivas. La vigilia de una joven en un cruce embrujado pone a prueba los límites del duelo.

Introducción

El crepúsculo engulló los últimos rayos dorados mientras Elin se agachaba junto al antiguo círculo de piedras conocido como el Lugar de la Danza. Alrededor de ella se alzaban pilares cubiertos de musgo, centinelas silenciosos con rostros erosionados por siglos de festejos estivales y promesas susurradas. Ahora, en el silencio que siguió al ocaso, solo sus suaves sollozos y el lejano graznido de los cuervos rompían la quietud. El poblado de Glenwood se extendía más allá del bosque, sus ventanas iluminadas por el calor de los hogares, pero Elin no se atrevía a volver.

Había acudido cada noche desde que la guerra se llevó a Jonas: primero con una esperanza encendida, rezando a los antiguos espíritus; luego con una desesperación cruda, llamando su nombre hasta perder la voz. Se reprochaba haber reído ante su promesa de despedida bajo el roble sagrado, donde juró volver sano y salvo. Noche tras noche esperó, hasta que sus lágrimas se secaron y el dolor le vació el pecho.

Incluso los aldeanos más viejos hablaban en susurros del poder ancestral del Lugar de la Danza—vigilantes feéricos atraídos por el duelo humano como polillas a la llama. Advertían que el pesar sin consuelo puede tornarse en algo más oscuro, retorciendo el corazón en un lamento sin fin. Pero aquel duelo, tan vivo en cada latido de Elin, no era algo que pudiera sepultarse: se había vuelto parte de ella, un dolor cargado de memoria y anhelo.

En aquella noche sin viento, cuando las primeras estrellas puntearon el cielo púrpura, posó la mano en la fría piedra y susurró: “Tráelo de vuelta.” Aunque su voz temblaba, contenía una extraña determinación. Por remotos que fueran los espíritus que despertara, la promesa de Elin ya estaba hecha. Y en la niebla creciente, algo se agitó en respuesta.

La Promesa en el Lugar de la Danza

En la aldea de Glenwood, la vida fluía al compás de las estaciones y los caprichos de la tierra. Elin y su hermano Jonas eran inseparables: perseguían corderos por los campos cubiertos de rocío, compartían rumores bajo las ramas del viejo roble y danzaban en cada celebración de verano. En la Noche de San Juan, toda la comunidad se reunía en el Lugar de la Danza: doncellas de lienzo con manos atadas en guirnaldas de flores silvestres; muchachos con túnicas de paño tosco y ojos desbordantes de alegría. Bajo la luna plateada que iluminaba las piedras, Jonas giró a Elin hacia sí y besó suavemente su frente.

“Me esperarás aquí —le dijo en el silencio entre las melodías—. Cuando acabe la guerra, volveré. Te lo prometo en este círculo de piedras.” Su aliento cálido rozó su cabello con aroma de verano. Ella rió, desafiando al destino: “Haz que volvamos a bailar y no te soltaré jamás.”

Pero la promesa, nacida en la luz y el amor, se quebró antes del amanecer. Llegó la noticia en jinetes harapientos que portaban un escudo destrozado: Jonas había caído en la Batalla de Fallow Moor. El mundo de Elin se tornó sombra. Abandonó cada hogar y cada fuego, y volvió a estas piedras. Sus lágrimas cayeron como lluvia estival: al principio en torrentes punzantes, luego lentas como gotas de una jarra agrietada. Los aldeanos le rogaron que desistiera; susurraban sobre ojos feéricos deseosos de devorar el dolor humano. Pero cada amanecer ella regresaba a su puesto entre los pilares antiguos, aguardando un regreso imposible.

Su vigilia se hizo célebre más allá de Glenwood. Viajeros la veían como una silueta junto a la lámpara. Bardos cantaban elegías de un duelo que se aferraba como hiedra. Madres acallaban a sus hijos con retazos de su historia, advirtiendo del lazo mortal de la pena. Sin embargo, el corazón de Elin solo deseaba una cosa: sentir de nuevo el abrazo de su hermano. Cada noche dejaba al pie de una piedra un ramillete de espino—ofrenda por su paso seguro, tributo a una promesa rota por la muerte. Mientras las velas se consumían, ella permanecía sola, susurrando al crecer de la noche.

Aunque la luna trazara un sendero plateado en el cielo, el alma de Elin habitaba una noche sin fin. No obstante, en su duelo inquebrantable encendió una chispa de valiente esperanza: la disposición a enfrentarse al poder antiguo que acechaba en esas encrucijadas, si con ello ganaba un instante más junto a su hermano.

Una joven pareja bailando a la luz de la luna entre piedras verticales en un claro del pueblo.
Jonas y Elin comparten una promesa secreta bajo las piedras de pie iluminadas por la luna en el Lugar de Baile, con sus rostros llenos de esperanza.

La Llegada de la Reina Llorosa

Cuando la séptima noche de su vigilia bajó el velo de la oscuridad, la niebla se espesó más allá de cualquier bruma mortal. Elin sintió cómo el viento mismo contenía el aliento. Ante ella, el círculo de piedras se desdibujaba en la bruma cambiante, y cuando la luna se ocultó tras una nube, un resplandor etéreo parpadeó en su visión periférica. Esa tenue luz creció hasta parecer una linterna de otro mundo, y de la neblina emergió una figura vestida de terciopelo nocturno.

La mujer era alta, con cabellos negros como los de un cuervo, y sus ojos albergaban una pena líquida que absorbía cada gota de humedad del aire. Su rostro pálido brillaba con una luminiscencia suave, aunque no había lámpara que lo iluminara. En una mano delicada sostenía una lágrima de cristal—un orbe luminoso que latía como un corazón.

Elin se arrodilló, con el corazón retumbando como pájaro preso.

—Soy Morragh, la Reina del Llanto —entonó la extraña, su voz ondulando en la niebla como un cántico fúnebre—. He vagado por estas encrucijadas, reuniendo lágrimas de mortales. Tú me has llamado, niña. ¿Por qué?

La garganta de Elin se apretó; al instante sintió miedo y, a la vez, una atracción irremediable.

—Busco a mi hermano —susurró—. No puedo dejarlo ir.

Los labios de la reina curvaron una media sonrisa, cargada de pena y saber.

—El dolor es una moneda —dijo—. Tus lágrimas guardan poder suficiente para torcer el filo del destino. Pero todo tiene un precio. ¿Cambiarías tu pena por un instante con él?

Elin contuvo el aliento. Más allá del círculo de piedras imaginó la sonrisa de Jonas, su mano rozando la suya, el calor de su abrazo. Asintió con lágrimas.

—Sí.

Morragh alargó la lágrima de cristal.

—Escucha mi trato: lo traeré de vuelta por tres noches. A cambio, cederás un tesoro más valioso que la vida misma: cada lágrima, cada recuerdo, hasta que no quede nada. Decide pronto, que la hora de los dolientes se desvanece.

En la luz temblorosa, Elin extendió la mano hacia el orbe. Su sombra se alargó sobre las piedras, entrelazándose con la oscuridad de la reina. En ese instante, la esperanza y el temor se anudaron en su pecho.

Elin titubeó solo un segundo antes de tomar la mano de Morragh.

—Acepto.

El cristal resplandeció y la niebla se arremolinó, como si la realidad se rasgara. Cuando Elin parpadeó, la figura de Jonas, pálido e inmóvil, yacía a sus pies, vestido con la misma túnica casera que llevaba la noche en que partió. Sus párpados temblaron, y el llanto de Elin estalló en un sollozo de victoria y alivio.

Pero al tomar su mano, un escalofrío heló su alma. Había obtenido lo que deseaba, pero el precio apenas comenzaba a cobrarse.

Una figura espectral con un manto de medianoche emerge de la niebla en la encrucijada.
La Reina Llorona emerge de una neblina turbulenta en la encrucijada, su capa de pliegues nocturnos que se despliegan como lágrimas.

Un Trueque de Lágrimas

La mañana siguiente, el alba llegó suave y gris. Elin despertó a Jonas en su cabaña, con el corazón revuelto entre júbilo y culpa. Él yacía sobre un camastro de paja como si una restauración tierna lo hubiese tocado, respirando con calma y con las mejillas sonrosadas. Parpadeó al verla, sus ojos nublados por sueños de batalla y hogar.

—¿Elin? —murmuró con voz ronca—. Soñé contigo.

Ella se arrodilló junto a él, temblando.

—Ya estás en casa —susurró.

Los días que siguieron parecieron milagros hechos carne. Recorrieron juntos los campos, hablaron de juegos de la infancia y danzaron de nuevo en el Lugar de la Danza. Las risas resonaban como campanas en los claros silenciosos. Sin embargo, cada vez que Elin alzaba la vista al cielo, divisaba la silueta de la reina del llanto recortada contra las estrellas, con los brazos cruzados como heraldos de duelo.

Por las noches, Elin soñaba que sus lágrimas se convertían en perlas negras, esposando sus tobillos. Los recuerdos de la risa de Jonas se desvanecían, y ella luchaba por evocar la forma exacta de su sonrisa. Al tocarse el pecho sentía un vacío que ningún abrazo lograba llenar. Despertaba bañado en sudor, consciente del peso del trato apretando sus entrañas.

La tercera tarde, mientras compartían pan junto al fuego, Jonas tomó su mano.

—Has estado distante —dijo en voz baja—. Cuéntame tus sueños.

Ella forzó una sonrisa y apretó sus dedos.

—Me preocupa la cosecha —mintió.

Pero en su interior, los últimos retazos de memoria se escapaban: las bromas de niño, el timbre de su risa, el calor del sol en su cabello. Sus lágrimas, antes inagotables, se habían agotado casi por completo al servicio de la reina. Elin comprendió que si no recordaba a Jonas, aquel reencuentro robado carecería de todo sentido. Aquella noche se acercó al Lugar de la Danza bajo una luna altiva y desdeñosa, cada piedra siendo testigo silencioso.

Morragh la aguardaba, como siempre, con la lágrima de cristal brillando en su palma.

—La deuda crece —entonó la reina—. Tus recuerdos se adelgazan. Una lágrima más y olvidarás incluso el nombre que te define.

En el silencio, Elin sintió su pulso retumbar en los oídos. La verdad del trato la golpeó: para tener a Jonas necesitaría entregarlo al olvido, hasta que se desvaneciera como la niebla matinal. Con el corazón encogido dio un paso atrás.

—No —susurró—. No puedo.

La sonrisa de la reina fue serena como el crepúsculo.

—Entonces elige: un amor fugaz o un recuerdo que perdure más allá del llanto.

La mano de Morragh quedó suspendida sobre la piedra, el orbe de pesar titilando.

Las lágrimas rolaron por el rostro de Elin, pero no solo por dolor. Con la barbilla en alto enfrentó la mirada pálida de la reina.

—Elijo el recuerdo.

Con un suspiro resuelto, se alejó del filo del olvido, mientras la luz feérica de Morragh se desvanecía.

Elin ofreciendo un relicario de cuero agrietado a una reina fantasmal en la niebla.
Elin sostiene el relicario de su hermano en alto, ofrecéndolo en el círculo de negociación mientras la niebla se arremolina a su alrededor.

El Peso del Recuerdo

Al despuntar el alba, Elin regresó al Lugar de la Danza con el pecho apretado por las consecuencias de su elección. La reina había desaparecido y la niebla se había disipado, pero el valor de Elin se sentía frágil como cristal. Siete días habían pasado desde el regreso de Jonas, y él despertó en un mundo en el que su hermana lo contemplaba con ojos suaves y extraños.

Cuando lo saludó, hilvanó historias de su infancia: colarse en el granero para ver nacer potros, navegar botes de corteza por el arroyo y competir hasta el viejo roble. Jonas la escuchaba absorto, pues no recordaba ninguno de aquellos momentos. Sus palabras pintaban el retrato de una hermana que existió pero a la que no sabía cómo volver. El dolor brilló tras sus ojos orgullosos.

—¿De veras lo recuerdas? —preguntó una tarde, mientras remendaban una red de pesca a la luz de la lámpara. Elin enmudeció, apartando un mechón de cabello. El recuerdo de la armadura rota de Jonas brillaba vívido en su mente, pero la cadencia exacta de su risa y el timbre de su voz ahora eran relatos que solo podía contar. —Sí —respondió, aunque su voz vacilaba.

Se abrió entonces un abismo entre ellos: la brecha entre el recuerdo vivido y el recuerdo relatado. La presencia de Jonas se volvió un fantasma aferrado a la vida y cada noche los sueños de Elin tejían memorias como hilos vibrantes pero etéreos. Al despertar, las encontraba desenredándose.

Los aldeanos notaron el cambio. Algunos lloraron por el renacer de su duelo; otros susurraron que el trato con la reina no estaba roto, solo aplazado. Sombras se detenían en su puerta, como ojos invisibles vigilando cada lágrima. Sin embargo, en medio del dolor brotó una nueva fuerza: comprendió que el duelo debe enfrentarse con la llama del recuerdo, o se enfría y se convierte en monstruo.

Una tarde, subió la colina donde reposaba su cabaña. Más allá se alzaban las encinas del Lugar de la Danza, sus siluetas recortadas contra un cielo morado. Allí alzó la voz en una silenciosa bendición al espíritu de Jonas: no una súplica para que regresara, sino un juramento de guardarlo en su corazón, pase lo que pase.

Y aunque nada centelleó en el crepúsculo, Elin sintió un cálido estremecimiento bajo las costillas: la promesa de que el amor perdura más allá de las lágrimas, anclando el recuerdo frente al olvido.

Un hermano afligido de pie solo en una cabaña con poca luz, mientras una mujer contempla un retrato desvaído.
Jonas observa a Elin desde dentro de su cabaña, su mirada fija en un retrato que se desvanece, mientras la luz de la lámpara danza sobre su tristeza.

Conclusión

En el silencio que siguió a su última vigilia, Elin sintió cómo los fantasmas de sus lágrimas se elevaban, dejando tras de sí un vacío sereno repleto de posibilidades. El Lugar de la Danza permanecía enmudecido bajo el primer resplandor del amanecer, y Elin se alejó con paso firme. Ya no necesitaba el círculo de piedras para anclar su corazón: su duelo se había vuelto una corriente suave bajo la superficie de la memoria, guiándola hacia las nuevas estaciones de la vida.

Jonas siguió a su lado—ya no como un don atado a promesas feéricas, sino como una presencia viva forjada por las historias que tejía cada día. Ella compartía cada detalle que podía retener: cómo su cabello atrapaba la luz del sol, la calidez de su mano en la suya, el eco de su risa cual campanas de primavera. Al transmitir esos recuerdos a él y a los vecinos, forjó un lazo más fuerte que cualquier hechizo.

Los aldeanos observaron su transformación maravillados. Vieron a una joven que había mirado al abismo del dolor y regresado, llevando consigo tanto el peso como la luz de la memoria. Volvieron a danzar en el Lugar de la Danza, pero ahora bajo cielos de verano sin temor, tejiendo nuevos ramilletes para Elin. Y aunque las antiguas piedras aún brillaban con viejos poderes, ahora hablaban tanto de esperanza como de pérdida.

Elin sabía que el duelo podría visitarla de nuevo—como una tormenta que se forma en colinas lejanas—pero también conocía sus límites. Las lágrimas caerían, pero regarían las raíces de la memoria, permitiendo que el amor floreciera de nuevo en humildes campos y cálidas cabañas. Al elegir recordar, había descubierto la verdadera gracia oculta en el dolor: que el duelo, cuando se honra y se libera, se convierte en la marea que nos lleva hacia la misericordia, la sanación y el hogar.

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