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Acerca de la historia: La Hechicera del Lago Atitlán es un Legend de guatemala ambientado en el Contemporary. Este relato Descriptive explora temas de Loss y es adecuado para Adults. Ofrece Cultural perspectivas. Una leyenda inquietante, una verdad prohibida y un lago que nunca perdona.
Laguna de Atitlán, con sus aguas zafiro acunadas por tres majestuosos volcanes, es más que una maravilla guatemalteca: es un lugar donde el pasado respira, donde los espíritus se agitan bajo las olas y donde el viento lleva secretos más antiguos que el tiempo. Los mayas, que han vivido a lo largo de sus orillas durante siglos, creen que es un portal sagrado, una entidad viviente que debe ser respetada.
Pero entre las muchas historias que flotan como niebla sobre el lago, un nombre se susurra con reverencia y temor.
Ximena.
La Bruja de la Laguna de Atitlán.
Algunos dicen que es una guardiana, protegiendo el lago de aquellos que querrían dañarlo. Otros creen que es una maldición, un presagio de desgracia para quien la busque. ¿Pero la verdad? La verdad es más compleja, enterrada bajo siglos de folclore y advertencias medio recordadas.
Aquellos que han ido a buscarla—pocos han regresado.
El pueblo de San Marcos La Laguna, enclavado contra los empinados acantilados que miran el lago, es un lugar tranquilo. La vida aquí transcurre lentamente, dictada por los ritmos de los barcos de pesca, las oraciones matutinas y el suave golpeteo de las olas contra los muelles de madera. Isabela había vivido aquí toda su vida, criada por su abuela, Abuela Rosa, una curandera conocida por su sabiduría y conocimiento de plantas medicinales. A diferencia de muchos de los habitantes del pueblo, Isabela nunca temió al lago ni a sus historias. “Distorsionan la verdad como el viento distorsiona el agua,” decía su abuela, removiendo una olla de hierbas sobre un fuego bajo. “El lago no es malvado, pero tampoco es amable. Simplemente es.” Pero el miedo es una cosa poderosa, y los vecinos hablaban de Ximena en voces bajas. Se la culpaba de desapariciones, de tormentas repentinas que surgían de la nada, de luces extrañas parpadeando sobre el agua en noches sin luna. Y entonces, una tarde, llegó un extraño. Daniel Ortega había oído susurros sobre la leyenda de Ximena en círculos académicos, un cuento desestimado como mera superstición. Pero algo al respecto lo carcomía. ¿Una mujer que había vivido siglos? ¿Un lago que "recordaba" a sus muertos? Era demasiado intrigante para ignorarlo. Mientras caminaba por San Marcos, con su cuaderno en mano, se detenía para interrogar a los habitantes. “¿Ximena?” espetó un viejo pescador al suelo. “Olvídala. Si valoras tu vida, no la busques.” Daniel insistió, pero cada consulta recibía la misma respuesta—miedo, evasión, silencio. Solo Isabela estaba dispuesta a hablar. “¿Crees que encontrarás algún gran secreto?” preguntó, cruzando los brazos. “¿Algún pedazo perdido de la historia?” Daniel estudió su rostro, buscando burla pero encontrando solo curiosidad. “Quiero conocer la verdad,” admitió. Isabela exhaló, mirando hacia el lago. El sol poniente convertía las aguas en oro fundido, los volcanes en oscuros centinelas contra el cielo. “Entonces debes saber,” dijo, “que la verdad no siempre es lo que quieres que sea.” Don Mateo, el anciano del pueblo, era el único que se atrevía a hablar de Ximena con cierta certeza. Su voz era áspera, sus ojos distantes, como si recordara cosas que deseaba poder olvidar. “Ella no vive entre nosotros,” decía, sus dedos trazando el borde de una vieja jarra de barro. “Se queda donde los acantilados se encuentran con el agua, donde no llega la luz, donde descansan los ahogados.” Daniel garabateaba notas frenéticamente. “¿Y las historias sobre su poder?” Don Mateo soltó una risa hueca. “Algunos dicen que comanda el propio lago. Otros dicen que está maldita para permanecer aquí, ni muerta ni viva.” Luego miró a Daniel, su mirada aguda. “¿Qué es lo que realmente buscas?” Daniel dudó. Ya no estaba seguro. A la mañana siguiente, él e Isabela partieron hacia las cuevas. La selva era densa, sus raíces serpenteando como serpientes bajo sus pies. Los pájaros llamaban desde el dosel, invisibles pero vigilantes. A medida que ascendían, el aire se volvía más denso, cargado con algo que ninguno de los dos podía nombrar. Cuando llegaron a la boca de la cueva, el viento cesó. Y entonces, desde la oscuridad— “No deberían haber venido.” La voz no era ni joven ni vieja, ni suave ni áspera. Parecía venir de todas partes y de ninguna a la vez. Una figura emergió a la luz tenue de la linterna de Daniel. Ximena. Estaba vestida con una túnica negra que fluía, su velo oscureciendo su rostro. Pero incluso en la oscuridad, su presencia era innegable. Había algo en ella, algo que hacía que el aire vibrara con una energía invisible. Daniel tragó saliva. “¿Eres Ximena?” Ella inclinó la cabeza. “Los nombres tienen poder, y el tuyo no pertenece aquí.” Isabela tembló. “No queremos hacer daño.” Ximena la estudió. “Llevan el aroma de las antiguas tradiciones.” Daniel dio un paso adelante. “Vinimos buscando la verdad.” Ximena soltó una risa baja y sabia. “La verdad no es algo que puedas tomar.” El fuego en la cueva parpadeó, y de repente, visiones giraron en el aire a su alrededor—sombras elevándose desde las profundidades del lago, rostros retorcidos por la tristeza, manos alcanzando desde el agua oscura. “El lago recuerda,” murmuró Ximena. “No perdona.” Daniel miraba las visiones, su respiración sale en jadeos superficiales. Entre los rostros espectrales, vio algo que le heló la sangre. A sí mismo. Pero no era él—no exactamente. El hombre en la visión vestía ropa española antigua, su rostro inquietantemente familiar pero equivocado, como si el tiempo hubiera deformado sus rasgos. “¿Qué… qué significa esto?” La mirada de Ximena no vaciló. “Has estado aquí antes.” Daniel negó con la cabeza. “Eso es imposible.” “¿Lo es?” La voz de Ximena era casi suave. “La sangre no olvida.” El viento aullaba fuera de la cueva, y el lago comenzó a agitarse. “El lago te quiere de vuelta,” susurró ella. Afuera, el cielo se había oscurecido. El lago, antes tranquilo, rugía con una furia antinatural. Entonces—salieron figuras de la niebla. No eran ni completamente humanas ni completamente espíritus, sus ojos eran vacíos de negro infinito. Daniel se volvió para correr, pero el suelo bajo él tembló. Ximena dio un paso adelante, levantando las manos. “El lago no toma sin razón.” Las figuras vacilaron. El aire crepitó. Entonces, el lago se desbordó. Daniel apenas tuvo tiempo de gritar antes de que el agua lo tragara por completo. Cuando la tormenta pasó, solo quedaban Isabela y Ximena. La mujer mayor la miró con algo parecido a la comprensión. “El lago tomó lo que se debía,” dijo. “Pero ahora, exigirá más.” Ximena metió la mano en sus ropas y presionó algo en la palma de Isabela—una piedra, caliente a pesar del frío. “Mantén esto,” murmuró. “Lo necesitarás.” El viento susurraba entre los árboles. El lago brillaba bajo la luna. Y en lo profundo de las olas, algo observaba. Pasaron los años. La historia de Ximena cambió. Ahora, los habitantes del pueblo hablaban de una joven que vivía cerca de los acantilados, que podía llamar a las aguas y silenciar el viento. Algunos la temían. Otros buscaban su sabiduría. Y a veces, en noches tormentosas, si uno escuchaba con atención, podía oír una voz elevarse desde el lago—Sombras sobre San Marcos
El Forastero
El Camino hacia la Bruja
La Bruja del Lago
Ecos del Pasado
El Agua Toma lo Suyo
La Nueva Guardiana
Epílogo: Susurros sobre el Agua
“El lago no olvida.”
FIN.