El Lobizón: La Maldición del Séptimo Hijo
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Acerca de la historia: El Lobizón: La Maldición del Séptimo Hijo es un Leyenda de argentina ambientado en el Siglo XIX. Este relato Dramático explora temas de Crecimiento y es adecuado para Adultos. Ofrece Cultural perspectivas. El linaje de un gaucho argentino se condena bajo la mirada plateada de la luna llena.
Introducción
El terciopelo de la noche cubría las pampas cuando Martín Arrieta exhaló por primera vez bajo una luna sangrante. Su madre murmuró una plegaria llena de pánico, mientras el aroma del tabaco y la yerba mate flotaba como un sueño persistente. La partera del pueblo exhaló, «Siempre el séptimo trae sombra». Los vecinos cuchicheaban con recelo: «Mirá nomás al Lobizón que vendrá». Pronto la cuna del niño vibró con un temblor invisible, como cascos lejanos que arrancan espigas maduras. Un viento cobrizo arrastró el zumbido bajo de las chicharras, y el pequeño Martín siguió con la mirada a un buitre solitario que planeaba en círculos. Sintió el latido de la tierra bajo su diminuta palma: un pulso de secretos ancestrales. Al amanecer, la maldición cayó como rocío en cada brizna de pasto. Los aldeanos apretaron los labios y se aferraron a rosarios de madera de olivo silvestre, mientras los hermanos mayores de Martín le dejaban retazos de lana para reforzar su frágil carne. Desde aquella noche, su destino quedó atado a cada orbe plateado que subiera al cielo oscuro, y el nombre de Lobizón perseguiría su sangre durante generaciones.
1. El Muchacho que Crecía con el Corazón Vacío
Cuando Martín fue creciendo, su risa sonaba como una brisa tímida: suave, pero vigilante. Los otros chicos corrían tras el ganado por los campos dorados, levantando polvo con sus botas; él se quedaba al margen de su mundo. Observaba cómo las ninfas de las chicharras abrían sus caparazones al sol, maravillado por el brillo nacarado de sus alas, mas los niños nunca lo invitaban a jugar. Al caer la tarde, la silueta del Cerro del Tigre se erguía como una bestia dormida, y los sueños inquietos de Martín rugían con ella.
Su madre le rozaba la mejilla con la palma cálida y le cantaba antiguas nanas entonadas por su abuela en los días de Salamanca. Aquellas palabras sabían a naranjas amargas y mares distantes, pero cada noche su almohada se empapaba de lágrimas silentes. Los hombres de la estancia lo llamaban «chico extraño», el muchacho cuyo corazón parecía latir un tambor salvaje. «No te metas con el pibe», advertía el capataz, pues la superstición se le adhería como lana a la oveja.
A los trece años, Martín halló un viejo diario en el desván. Sus páginas, quebradizas, estaban escritas con caligrafía arañada por su abuelo, un patrón respetado hasta que la maldición lo reclamó. Leyó a la luz de las velas—el humo se enlazaba al cuero de las tapas—que el séptimo hijo de su estirpe se transformaba, con luna llena, en una bestia que inhalaba la noche misma. El corazón le retumbó al compás de las chispas en la hoguera. Sintió la piel tensarse sobre los huesos y un gruñido subir por su garganta. Su reflejo en el brillo de la chimenea titiló; un ojo amarillo centelleó.
Corrió al exterior, con la tierra fresca de la lluvia besando sus pies descalzos y las chicharras zumbando como campanas de iglesia lejanas. «No sos un monstruo», se dijo con voz quebrada, «sos mi sangre y mi destino». El viento susurró al pasar, cargado de eucaliptus y la promesa de una revelación. Martín comprendió que, para escapar a la sombra del Lobizón, debía desenterrar la verdad sepultada por el tiempo y la superstición.
2. Bajo la Plateada Mirada de la Luna
La noche de la primera luna llena tras su decimocuarto cumpleaños, Martín se aventuró más allá de las alambradas, con el corazón martilleando como un tambor de guerra. El pasto murmuraba secretos a su altura, y cada brizna se sentía portadora de un fatal designio. A lo lejos, el viejo molino de viento crujía su lamento, una melodía triste que evocaba la nana de su madre. Al ascender la luna, brillante y redonda, el mundo cambió. Las sombras se afilaron en garras y el murmullo del viento se tornó un siseo urgente.
Los huesos le dolían, como si antiguas cerraduras se giraran por dentro. La ropa le tiraba con extraña insistencia: la lana cruda se sentía viva, ansiosa por huir. Un gruñido profundo brotó de su pecho y vibró en sus botas. Tropezó, doblándose, mientras la tierra temblaba bajo sus palmas. Aves nocturnas graznaron en lo alto, trazando arcos agudos que partían el silencio.
Un destello de pelaje plateado rozó su brazo. La visión de Martín se estrechó, enfocándose en figuras que pulsaban a media luz: extremidades alargadas, hombros encorvados, fauces relucientes de luz estelar. Un dolor punzante lo atravesó. Cayó de rodillas, el suelo fresco y húmedo contra sus palmas, el aroma a tierra fértil lo anclaba.
Cuando la transformación concluyó, Martín se alzó sobre patas digitígradas. Estuvo a un tiempo bestia y muchacho: unos hombros poderosos cubiertos por un pelaje salvaje y garras perladas de escarcha. La luna acarició su pelaje con ternura, como calmando a un niño herido. Instintos animales invadieron su mente: el éxtasis del olfato, el eco de aullidos de coyotes—hermanos que lo llamaban a casa.
Galopó por los campos, con el viento azotando su hocico y cada zancada hecha himno a su fuerza nueva. Mas en su pecho persistía un hilo de dolor humano, una pena que ningún rayo lunar podía apaciguar. Al amanecer, colapsó junto al río, con manos y patas confundiéndose. El aire olía a alga y niebla matutina. Mientras Martín caía en un sueño inquieto, juró dominar la maldición antes de que lo devorara.
3. La Cacería y la Curandera
La noticia de una bestia salvaje destrozando el ganado corrió como pólvora por la estancia. Al alba, gauchos de sombreros remendados se reunieron, rostros sombríos y lanzas relucientes. Hasta los hermanos de Martín se unieron a la partida, decididos a cazar al fantasma que acechaba su hogar. Galopes resonaron en la llanura, mezclando el sudor y el miedo con el polvo.
Martín, ya en forma humana, llegó al lugar con ropas andrajosas y el corazón martillándole como un yunque. Observó a los hombres desplegarse en semicírculo, faroles parpadeando como luciérnagas asustadas. El capataz bajó la voz: «Si es el Lobizón, ¡hoy lo ajusticiamos!». Un escalofrío recorrió la nuca de Martín.
Se escabulló entre los juncos junto al río, recordando las palabras de la curandera María López: «No todo monstruo es malo, pibe. A veces la luna solo canta una canción triste». Halló su choza oculta entre eucaliptus. Adentro, hierbas humeaban en vasijas de barro, y el olor a romero y manzanilla llenaba la penumbra.
María posó una mano fresca en su frente febril. «Cuéntame tu verdad». Él tembló y le narró lo del diario, la transformación, la cacería. Ella escuchó con mirada suave como el amanecer. «La luna no te maldice; tu sangre y tu espíritu deben aprender a bailar juntos».
Ungió sus sienes con aceite de romero y salvia. Cada gota recorrió su espalda como una promesa. Le enseñó técnicas de respiración—lentas como un suspiro, profundas como el cauce del río—para mantenerse al borde del cambio. «Tu corazón», dijo, «guiará esas garras».
Al caer la noche, Martín regresó a la llanura con la luz de una vela temblando a su espalda. Se plantó ante los gauchos, manos alzadas en señal de paz. «Yo soy El Lobizón», declaró con voz de cuero firme. Un silencio pesado lo envolvió; solo las chicharras se atrevieron a responder. La luna llena asomó entre las nubes como un veredicto luminoso.
Reuniendo valor, Martín aspiró el aroma de la tierra: pasto húmedo y paja empapada en whisky. Exhaló hacia la noche, dispuesto a fundir bestia y muchacho en armonía en vez de caos.
4. Redención Bajo la Luna Final
Durante el ciclo siguiente, Martín entrenó bajo la tutela de María. Galopó junto a caballos salvajes, crines al viento, aprendiendo a sosegar el hambre del lobo. Se puso guantes de cuero áspero contra el rostro, imaginando el peso de las garras sin ceder a la rabia. Cada amanecer traía moretones y avances.
En la última luna llena de la temporada, el pueblo se reunió al filo de las pampas, antorchas en alto. Martín se plantó en solitario, con su vestimenta sencilla de gaucho y la mirada fija en el resplandor lunar. Sus hermanos lo escoltaban, lanzas bajas pero firmes. El aire vibraba con expectación, como una cuerda de violín a punto de rasgarse.
Martín cerró los ojos e inhaló la noche: eucaliptus, hierba mojada, un débil perfume de mangos del huerto. Luego exhaló con el corazón estable como un metrónomo. Sus miembros temblaron al llamar la transformación, pero esta vez la recibió sin temor ni vergüenza.
El pelaje surgió en su piel como cortinas de seda al viento. Su voz se volvió un retumbo grave, no violento sino resonante, como el eco de una montaña. Los gauchos retrocedieron, ensimismados en vez de temerosos. Se movió con fluidez: patas que se hundían en el suelo y un leve saludo de humildad y fuerza entrelazadas.
Bajo la luna vigilante, Martín guió al pueblo en un rito de reconciliación. Llevó a las ovejas heridas y lamió sus llagas, un gesto tan tierno que ablandó cualquier corazón endurecido. Luego aulló—una nota clara y sostenida—que rebotó en las serranías como una campana de plata, invitando a todos a compartir la belleza salvaje de la tierra.
Cuando el alba tiñó el cielo de rosa y lila, la forma lupina se disolvió. Las patas ensangrentadas volvieron a ser manos. Los aldeanos se acercaron con pulseras tejidas de pasto de las pampas. Sus hermanos lo abrazaron, lágrimas cálidas como el sol naciente. «Bien hecho, hermano», susurraron.
En ese instante, la maldición se convirtió en bendición: la prueba de que, aún en la oscuridad, la compasión puede abrir el camino hacia la redención. Martín Arrieta emergió renovado, hombre y bestia en concierto, listo para honrar su linaje y proteger las pampas que llamaba hogar.
Conclusión
Años más tarde, el nombre de Martín Arrieta se volvió leyenda en cada estancia. Los gauchos detenían sus cabalgatas al subir la luna, sonriendo al recordar al Lobizón que prefirió la misericordia al caos. Su estirpe prosperó: menos maldiciones, más relatos de valor y hermandad. Viajeros hablaban de un gaucho-lobo solitario que patrullaba las llanuras a medianoche, protegiendo el ganado de furtivos y zorros. En los boliches rurales, los viejos golpeaban el piso con sus botas y asentían, murmurando: «Ese Lobizón era un tipo de palabra». El aroma a cuero y empanadas calientes se entrelazaba con sus historias, cálido como el hogar que una vez albergó los miedos de Martín.
Hasta hoy, en noches en que las pampas callan y la luna brilla plena y sincera, algunos dicen oír un solo aullido llevado por la brisa: la promesa de que incluso las maldiciones más antiguas pueden convertirse en fuerza, si las enfrentamos con coraje y compasión.