Eco y Narciso: Un cuento de vanidad y amor no correspondido
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Acerca de la historia: Eco y Narciso: Un cuento de vanidad y amor no correspondido es un Mito de greece ambientado en el Antiguo. Este relato Poético explora temas de Romance y es adecuado para Adultos. Ofrece Cultural perspectivas. Una narración inquietante de cómo el deseo no expresado y la autoobsesión se entrelazan en un claro soleado de Grecia.
Introducción
La luz del sol goteaba a través de las hojas de olivo como ámbar fundido, pintando el claro con destellos dorados. Allí, oculta entre piedras cubiertas de musgo y helechos, vivía Eco, una ninfa cuya voz antaño resonaba entre risas y canciones. Sin embargo, los celos de Hera la habían despojado de toda capacidad creativa; solo podía repetir la última sílaba de lo que otro dijera. Su lengua parecía atada con cadenas de plata, pero su corazón latía con fuerza ante la fugaz figura de un hombre que deambulaba por el bosque: Narciso, cuya belleza brillaba como luna nueva sobre aguas quietas.
Observaba cómo él avanzaba entre cipreses y laureles, con la mirada afilada como un halcón. Las flores se inclinaban hacia él como atraídas por hilos invisibles, y las dríades susurraban su nombre entre el murmullo de las hojas. El deseo de Eco era un espejo quebrado a la luz de la luna, cada fragmento reluciendo con devoción callada. Aun así, no se atrevía a acercarse, pues cada palabra que intentaba pronunciar se desvanecía en sus labios como el rocío al mediodía.
Un aroma a resina de pino y tierra húmeda impregnaba el aire, entremezclado con el lejano zumbido de las cigarras. El pulso de Eco marcaba su ritmo, y su aliento se entrecortaba con cada paso que él daba. Sin embargo, seguía prisionera del cruel decreto de Hera, incapaz de declarar su amor por completo. El bosque contenía la respiración a su alrededor, como si los antiguos robles y olivos la compadecieran. Resonaba en su mente el modismo: μη βλέπεις το δέντρο γιατί χάνεις το δάσος — no pierdas el bosque por contemplar un solo árbol. Pero, ¿cómo apartar la mirada de él?
La voz del bosque
En el corazón de aquel bosque ancestral, la risa de Eco solía sonar como campanas de cristal. Bailaba entre mariposas, y su voz tejía relatos que rivalizaban con la brisa. Pero tras la maldición de Hera, sus palabras se torcieron en respuestas huecas, como si fuera un arpa afinada pero sin melodía. Hasta los árboles parecían estremecerse cuando ella intentaba hablar, cuyas cortezas crujían en compasiva tristeza.
De día, deambulaba junto a arroyos plateados, intentando recuperar un fragmento de su antiguo ser. El tacto frío del agua en sus yemas le recordaba astillas de memoria: punzantes, estremecedoras, pero inalcanzables. Al caer el crepúsculo y el bosque se envolvía con su manto violeta, Eco se deslizaba entre las sombras. El aroma de tomillo silvestre y piedra húmeda colgaba en el ambiente, anclando su pena con aquella calidez familiar.
Recogía musgo y pétalos, tejiendo coronas que nunca podría lucir. Cada capullo enredado en su cabello era como una promesa de regreso, aunque temiera que su voz jamás floreciera de nuevo. En los momentos de silencio, imitaba el suspiro del viento o el trino de un ave, buscando provocar una respuesta en el pino y el ciprés. A veces, por un instante fugaz, su voz emergía pura e intacta, solo para desvanecerse como un sueño al despertar.
Las hojas susurraban con alas invisibles cuando Eco se acercó a un estanque bañado por el sol. Un ligero matiz mineral del agua rozó sus fosas nasales, evocando los juegos de su infancia bajo el cielo abierto. Juntó las manos, bebió, y sintió pequeños guijarros rodar bajo su lengua. Por un instante, el sabor de la libertad brilló en sus labios, solo para retroceder cuando trató de pronunciar su nombre.
El suave murmullo del agua corriente acentuaba su desesperación. El bosque, antaño aliado, se había quedado mudo ante sus súplicas. Aun así, Eco persistía donde la luz hallaba la sombra, hilando palabras fantasma en el silencio. Creía que si escuchaba lo suficiente, podría atrapar algún eco de su propio verso perdido.
El áspero relieve de un roble milenario presionaba su palma mientras descansaba, extrayendo vida de aquella madera viva. Su textura le recordaba que, incluso en el silencio, existía un pulso, una promesa oculta de renovación. Y en algún lugar más allá de los helechos enredados, los pasos de Narciso se acercaban cada vez más.

El espejo de la belleza
Narciso emergió de las sombras como un rayo de sol al romper las nubes. Su porte era elegante, su postura regio, como esculpido por manos divinas. Los admiradores susurraban su nombre en el mercado y en los caminos polvorientos, considerándolo más precioso que el ámbar pulido. Sin embargo, hablaba poco, y apenas para apartar a quienes buscaban ganarse sus favores. Su vanidad relucía tanto como las olas de un mar de verano.
El aroma de hojas de olivo machacadas se aferraba a su capa. Se movía con el sigilo de un gato mojado en miel: suave, deliberado e imposible de ignorar. Los pobladores lo comparaban con el joven Apolo, radiante y distante. Mortales e inmortales por igual aseguraban que contemplarlo era como probar el beso del alba.
Cuando Eco lo vio por primera vez, sintió que el mundo había cambiado de eje. Su cabello ondulaba con reflejos castaños, y sus ojos espejeaban el azul propio del cielo. Le faltó el aliento como si una tormenta repentina se hubiera apoderado de su corazón. Cada eco de sus pasos resonaba en su pecho. Quiso hablar, pronunciar algún saludo, pero las cadenas de Hera la retenían.
Una brisa suave transportó el tufo de sal marina desde una costa lejana, rozando su piel como la yema de un amante. Las hojas aletearon y una alondra empezó su canto, alto y claro. Eco trató de entonarlo, pero solo obtuvo un eco desvaído del trino del ave. Frustración y anhelo se enredaron como hiedra alrededor de sus pensamientos.
Narciso se detuvo junto a un estanque salpicado de sol, arrodillándose para beber. Su reflejo tembló en el agua, con el labio curvado en perfecta simetría. Lavó su rostro como quien saluda a un viejo amigo, cada gesto medido y compuesto. Eco observaba tras una columna de laurel, hipnotizada por aquel ritual silencioso.
En ese instante, la tierra misma pareció contener el aliento. La fragancia de madreselva se coló entre los dedos de las hojas, embriagadora en su dulzura. Las ranas croaron bajo los nenúfares, como incitando a Eco a revelar su verdad. Pero ella siguió muda, prisionera de su propio destino. En todo el mundo, sólo Narciso capturaba su mirada, y aun así no podía salvar la distancia entre el deseo y la palabra.

El eco del anhelo
Eco se atrevió a seguirlo, cada paso cargado de esperanza. Se deslizó tan cerca que el calor de su piel rozó su mejilla como un susurro de llama. Pero cada vez que intentaba pronunciar su nombre, solo retornaba la propia voz de él—«ce, ce»—, repitiendo su deseo en burla. Su corazón golpeaba sus costillas como una paloma herida.
Él se volvió, sorprendido, y clavó la mirada en el bosque. «¿Quién anda ahí?» preguntó con voz suave y curiosa. La mandíbula de Eco se abrió, pero no brotó sonido. Una cigarra solitaria emitió su último rasguido, y luego el silencio engulló el claro.
La frustración floreció en su interior, retorciendo su pecho como zarzas. Lo volvió a intentar, con los labios temblorosos, y logró articular fragmentos—«cisus»—un eco de sus sílabas finales. Cada vez que hablaba, Narciso se inclinaba, los ojos entrecerrados en busca del interlocutor. Las hojas susurraban arriba como un corazón palpitante, y el aire olía a violetas trituradas y piedra húmeda.
Al fin susurró: «Muéstrate». Eco emergió en un rayo de luz, su figura esbelta y pálida como la luz de la luna sobre el agua. El suave roce de sus ropajes sonó como seda deslizándose sobre mármol. Narciso parpadeó, desconcertado, y su reflejo desapareció en una repentina onda.
Ella alzó la mano, anhelando tocarlo, pero se detuvo al ver que él retrocedía. «¿Quién eres?» exigió él. Ella solo pudo responder reflejando su palabra: «Tú». Frunció el ceño, el sol tornó plateado su entrecejo. Eco lo intentó de nuevo, temblando: «¿Amor?» Pero solo regresó «¿Amor?» en su propia voz.
Su pecho se apretó de dolor al comprender su traición por culpa de su lengua maldita. El aroma a musgo mojado ascendió en agonía a su alrededor, como lágrimas sobre el suelo de piedra. Se retiró, sin que nadie la oyese, y su figura se disolvió en la sombra moteada. El bosque exhaló, llevando su lamento silencioso por todos sus rincones ocultos.

Destino reflejado
Narciso regresó al estanque al amanecer, atraído por el recuerdo y el orgullo como a una polilla a la luz vacilante de una lámpara. Su reflejo yacía inmóvil bajo ondas de cristal, y creía al fin estar solo. Se arrodilló y puso sus manos sobre la superficie del agua, maravillándose de cada línea y curva como si fuera un poema vivo.
La fragancia de los lirios de agua flotaba sobre la superficie vítrea, dulce como miel prohibida. Un pez se deslizó, provocando suaves ondulaciones alrededor de su rostro reflejado. Se acercó más, su aliento empañó la imagen como un beso de amante. Cada exhalación temblaba en el agua en finas nubes plateadas.
Eco lo observaba desde la sombra de un abedul plateado, su corazón un anfiteatro vacío donde solo reverberaba su imagen. Se atrevió a hablar: «¿Narciso?» Pero sus palabras cayeron como pétalos sobre piedra, hermosas y silenciosas, aplastadas.
El crepúsculo se profundizó mientras él seguía absorto, con los ojos fijos en la adoración sin fin. El mundo más allá de esos contornos brillantes dejó de existir. Incluso el aire contuvo la respiración, y las cigarras quedaron inmóviles en sus perchas ocultas. El aroma a resina de pino y tierra fresca se mezcló con la brisa fresca, pero él no notó nada salvo la serena sonrisa de su reflejo.
Cayó la noche y aparecieron antorchas al borde del bosque. Cazadores llamaron su nombre, sus voces como truenos lejanos. Aun así, él permaneció, entrelazado con la imagen bajo sus manos. La luz de las antorchas danzó en su cabello en fragmentos dorados, pero apenas se movió. Vanidad y anhelo se fundieron en su sangre hasta fluir como uno solo.
En esa hora oscura, Eco emergió, su forma insustancial como la niebla. Puso una mano suave sobre su hombro—solo para atravesarlo como humo. Volvió a alargar el brazo, el desespero destrozó su voz. «¡Únete a mí!» gritó, pero solo su propio eco respondió: «¡Únete a mí!» Él se inclinó hacia ella, como para abrazarse a sí mismo.
Al alba, Narciso yacía frío junto al estanque, con los ojos abiertos aún fijos en el reflejo ahora inmóvil. En su lugar brotó una sola flor, blanca como el dolor y con un centro dorado. Eco se arrodilló ante ella, sus lágrimas mezclándose con el rocío matinal. Susurró su nombre, mas su maldición siguió intacta. Solo la flor tembló en respuesta triste.

Conclusión
Eco permaneció junto al estanque, su figura más frágil que la luz de luna sobre el agua. Apretó el oído contra el borde de piedra, anhelando oír la última pronunciación de su propio nombre. La flor tembló al rozarla, sus pétalos vibrando como el aliento de un ser ido.
Las estaciones cambiaron, y viajeros acudían para llamar a la flor por su nombre: narciso. La arrancaban de la tierra para presionarla entre páginas, con la esperanza de capturar la gloria efímera de la belleza. Pero dondequiera que viajara, su vida frágil repetía un anhelo solitario que nunca podría saciarse.
Eco se desvaneció en la leyenda, su voz dispersándose como semillas al viento. En claros ocultos, a veces los pastores escuchaban una sola sílaba colgada en la brisa, como si el bosque mismo recordara una devoción no expresada. «sisus…» susurraban, ladeando la cabeza ante las ramas susurrantes.
Y así perdura el mito: una advertencia contra la trampa de la vanidad y un homenaje al corazón no reconocido. Como lección grabada en roca y agua, nos recuerda que el amor sin palabra puede marchitarse como una flor arrancada demasiado pronto, y que la verdadera belleza radica no solo en el reflejo, sino en el eco de las palabras sinceras.