La Casa Embrujada de Deluna

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La Casa Embrujada de Deluna
The Deluna House stands bathed in ghostly moonlight, its peeling paint and drawn curtains hinting at long-buried secrets behind its antique doors.

Acerca de la historia: La Casa Embrujada de Deluna es un Leyenda de united-states ambientado en el Contemporáneo. Este relato Dramático explora temas de Valentía y es adecuado para Adultos. Ofrece Entretenido perspectivas. Un legado espectral se agita en los pasillos iluminados por la luna de la casa más antigua de Pensacola.

Introduction

La Casa Deluna se alza en la calle Alcaniz como un marinero abandonado por el tiempo. Sus postigos cuelgan torcidos, como si escucharan los secretos del viento. Los lugareños hablan de reuniones espectrales en su gran salón, donde los candelabros brillaban como constelaciones sobre bailes que ya habían desaparecido. Incluso en las calurosas noches de Pensacola, una corriente fría se cuela por las grietas del antiguo revestimiento, trayendo notas de magnolias en descomposición y madera húmeda. Un murmullo tenue proviene del ático, más lamentoso que el canto de cualquier chotacabras, y cada tabla del suelo cruje bajo el peso de pasos invisibles.

Cuatro desconocidos se reúnen bajo el porticado crujiente de la casa, antorchas bamboleándose en manos nerviosas. Clara, historiadora de arquitectura, confía en hechos y libros de cuentas. Jonas, un periodista escéptico, toma notas con un bolígrafo que repiquetea sobre su libreta. Mae, narradora local, jura haber oído la voz de su abuela entre los ecos. Y el Viejo Ben, marinero retirado, masculla «¡Que me hunda el barco!» cada vez que la llama de la linterna tiembla sin aviso.

La puerta resiste al empuje, la pintura descascarada rechinando como uñas en un encerado. Dentro, el papel pintado se despega en tiras de encaje, revelando yeso moteado por las manchas sepiáceas del tiempo. El aire sabe a viejo: una mezcla embriagadora de cera de abejas y mortero desmoronado. En algún lugar arriba, un suave susurro se agita, como alas de polilla rozando un globo de linterna. Se cruzan miradas, los corazones marchando como relojes de bolsillo. Pisen con cuidado, pues hasta el coraje tiembla cuando la noche habla con voces de los difuntos.

Una ráfaga repentina sacude una hilera de ventanas, haciendo que las cortinas se agiten como velas fantasmas. Jonas respira hondo; el humo y el jazmín cosquillean sus fosas nasales. «Creemos que es solo el viento», dice, aunque su voz tiemble. Clara avanza, recorriendo con los dedos un cornisamento agrietado, frío como el mármol. Al otro lado de la puerta, la historia se desplaza y los fantasmas de la Casa Deluna se disponen a recibir huéspedes no deseados. (Detalle sensorial: el crepitar de las cigarras lejanas zumba bajo sus pies.)

1. El legado de la Casa Deluna

Construida en 1835 por el comerciante español Pedro María Deluna, la casa una vez bullía de veladas a la luz de las velas y risas de dignatarios de paso. Sus columnas de concha de ostra relucían como teclas de marfil bajo el brillo de los candelabros, y la amplia veranda dominaba un jardín donde las magnolias se inclinaban para susurrar dulces palabras. Pero toda gran historia esconde una sombra, y así fue cuando la fortuna de Deluna se hundió como un ancla de plomo. La familia desapareció en una sola noche, dejando atrás la cubertería de plata dispuesta para invitados que nunca llegaron. Desde esa cena perdida, los lugareños hablan en susurros de banquetes espectrales, huéspedes fantasma sentados alrededor de una larga mesa de caoba, con tenedores suspendidos en el aire como si estuvieran a medio bocado.

Mae, la narradora, recuerda las palabras de su abuela, nítidas como hojas de otoño: «No te acerques a la Casa Deluna después del anochecer, o acabarás tomando el té con los muertos». Hasta la brisa parecía reacia a acariciar sus muros ajados, apartándose con mesura. El olor a tierra húmeda junto al roble de la entrada trasera perdura como un recuerdo obstinado, mezclándose con el tufo de bisagras oxidadas. Los parroquianos de la taberna cercana afirman haber visto faldas de encaje deslizándose tras las contraventanas y escuchar un único acorde de piano, triste y solitario, antes de que el silencio lo devore.

Clara hojea los libros de cuentas amarillentos recuperados de los archivos de la ciudad. Cada página contiene una caligrafía meticulosa que describe los víveres diarios: hogazas de pan, jamón salado y barriles de ron local. En una entrada aparece un garabato inquietante: «Invitados desaparecidos al amanecer». La tinta se corre allí como si alguien aún sollozara sobre la página. Sus dedos rozan el papel y, por un instante, siente un aliento en su muñeca: frío, casi húmedo. En el pasillo, una puerta entreabierta exhala un suspiro que le estremece la espina dorsal.

Jonas graba cada sonido en su grabadora digital. Al principio solo capta su propia respiración y el lejano zumbido del tráfico. Luego, tenue como niebla, un conjunto de pisadas cruza el piso de arriba. Retrocede y escucha de nuevo: cada paso suena con propósito, deliberado como la marcha de un soldado. Cuando sigue el sonido con su linterna, la habitación parece vacía. «Creo que persigo sombras», murmura, pero ni él puede ocultar el temblor en su tono. (Detalle sensorial: un leve tufo a moho flota desde una pesada cortina.)

Set de contabilidad y pluma de la era Victoriana sobre una mesa de madera polvorienta, iluminada tenuemente por la luz de un farol.
Un antiguo libro de contabilidad español detalla las últimas y frenéticas cuentas de los gastos de la familia Deluna antes de su misteriosa desaparición.

2. Susurros al anochecer

La noche cae sobre la bahía de Pensacola como un chal de terciopelo, y el crepúsculo se cuela por los cristales agrietados. Jonas se aventura en el gran salón, donde un piano permanece en silencio, sus teclas de marfil opacas por el polvo. Presiona una nota y una estela de melodía flota en la penumbra, abandonada hacía mucho por manos vivas. El silencio que sigue es denso como melaza, presionando contra sus tímpanos. Entonces, desde algún rincón profundo, surge un susurro: un raspado sibilino que podría ser sílabas o suspiros, imposible de distinguir.

Clara se une a él junto a la chimenea, recorriendo con la yema de los dedos la repisa de caoba tallada que tiembla como cuerda de violín novata. «¿Lo oyes?», pregunta en voz baja. Como respuesta, el susurro crece en suave murmullo, como si unos labios invisibles pronunciaran su nombre. Ella estremece, la piel erizada bajo la lana de su abrigo. Afuera, las cigarras inician su vigilia nocturna, su zumbido semejante a maquinaria distante poniéndose en marcha. Percibe de nuevo un tenue aroma a jazmín, aunque no crezca un solo capullo en las cercanías.

Mae, armada con una vela, avanza por la alcoba de la biblioteca. Hileras de tomos encuadernados en cuero hacen guardia en la penumbra, sus títulos dorados ilegibles bajo capas de polvo. Al alzar un volumen con el emblema grabado a mano de la familia Deluna, la encuadernación cruje con un suspiro satisfecho. Un fragmento de papel cae a la alfombra como un pájaro desplumado: «Prometieron seguridad al invitado de honor. No cumplieron su palabra». Al tomar la nota, la llama de la vela titila con violencia, proyectando sombras grotescas que bailan en las paredes como marionetas distorsionadas.

Arriba, el Viejo Ben explora el dormitorio principal. La cama de dosel yace despojada de sábanas, quedando solo el armazón: sus postes tallados semejan raíces retorcidas de roble. Pasa la palma por la barandilla y un estremecimiento lo recorre, como si bajo la madera latiera un corazón. «¡Cielos!», susurra, «este lugar tiene más vidas que un gato de granero». Se detiene al oír el lejano tintineo de cadenas, suave, rítmico e implacable. De pronto, el sonido cesa, sustituido por un silencio profundo. (Detalle sensorial: el terciopelo del silencio se ve perforado por el sabor salino y efervescente de la brisa de la bahía.)

Salón sombrío con un piano polvoriento y una linterna que proyecta luz que baila, creando siluetas alargadas.
La luz de la linterna parpadea sobre las teclas polvorientas del piano mientras voces invisibles susurran a través de la silenciosa extensión del gran salón.

3. El fantasma de la biblioteca

A la luz de la lámpara, Mae examina diarios dejados atrás por los descendientes de los Deluna, cuyas entradas rezuman un miedo crudo. Una página describe una silueta que flotaba entre las estanterías, vestida de blanco, tan insustancial como la niebla matutina. Jadeó palabras que helaron la pluma del escritor antes de que pudiera terminar la frase. Sobre ella, el papel tapiz se deshilacha como banderas de batalla, y las estanterías parecen doblar bajo una presión invisible.

Clara se acomoda en un sillón de respaldo alto, su tapicería de terciopelo desgastada y pegajosa contra la manga de su abrigo. Lee en voz alta: «La vi junto a la ventana este, pálida como velo de viuda, con ojos huecos que me llamaron. No me atreví a seguirla». Su voz tiembla. Al otro lado de la sala, un libro abierto cierra sus páginas de golpe, resonando como un disparo en la noche. El Viejo Ben se sobresalta y hace tambalear su vela; la llama se aviva, revelando una mancha oscura en la alfombra.

Jonas se agacha para examinarla: ¿tinta, vino seco o algo más siniestro? Mientras lo hace, una gota de cera se desliza por su manga, dejando un parche tan rígido como la concha de una almeja. Alza la vista: entre la estantería y el techo, asoma un cuello pálido. No es más que una franja de aparición, con cavidades huecas por ojos y labios entreabiertos en lamento silente. Se disuelve en la sombra antes de que él pueda reaccionar.

Un gemido bajo recorre la sala mientras el suelo de madera tiembla. Mae se incorpora, con voz firme: «Cada página que pasas exige un sacrificio de coraje». En el pasillo suena el chirrido angustiado de una mecedora, como si alguien se mecedora hasta dormirse, aunque nada se mueva. La temperatura desciende tan rápido que todos prueban el frío del invierno en sus lenguas. (Detalle sensorial: el punzante sabor metálico del miedo roza sus fosas nasales.)

Biblioteca tenuemente iluminada con estanterías llenas de libros antiguos y una silueta fantasmal flotando cerca de una ventana arqueada.
Un espectro pálido pasa flotando frente a la ventana arqueada de la biblioteca, con sus ojos vacíos fijos en los investigadores iluminados por velas abajo.

4. Revelación de medianoche

Al sonar la medianoche, la casa parece inhalar y contener el aliento por un instante. En el recibidor, Clara percibe el más leve aroma del té de magnolia de los Deluna —antes verde de moho— que se servía en reuniones familiares. Jonas graba el silencio. «Creemos que este es nuestro momento», murmura Mae. «Manténganse firmes o, si titubean ahora, los reclamarán para siempre».

Siguen un desfile de pisadas tenues escaleras arriba, cada peldaño quejándose como un buey cansado. En el ático, la luz de la luna se filtra por una ventana buhardilla y alumbra un tapiz de motas de polvo, girando como danzantes espectrales. Allí, sobre un escritorio de madera, yace un diario final, su cubierta de cuero agrietada como si siglos de historia se hubieran condensado en un solo suspiro. Clara lo abre, revelando la última entrada escrita con tinta temblorosa: «Perdonadnos. La atamos aquí para salvar nuestra fortuna. Su furia no cesará hasta que se haga justicia».

De las vigas desciende una figura envuelta en blanco diáfano, su cabello ondeando como sedas de araña. Sus ojos arden de dolor, sus labios entreabiertos en eterno lamento. La llama de las velas titila violentamente al plantarse ante ellos, una aparición tan bella como una estrella moribunda. Jonas cae de rodillas, manos alzadas en gesto de súplica. «¿Qué justicia?», susurra, la voz espesa como melaza, «¿qué exiges?»

Ella extiende una mano pálida hacia el diario, y las páginas se abren en el pasaje crucial. Las ventanas vibran; el suelo retumba. Mae da un paso adelante, con voz serena: «Prometemos liberarte, contar la verdad de tu dolor». La fantasma inclina la cabeza, aliviada. Una ráfaga de viento atraviesa el ático, cálida como vendaval de verano, levantando el polvo de las tablas. Y tan de pronto como llegó, se desvanece, dejando caer un solo pétalo de jazmín blanco. (Detalle sensorial: el pétalo guarda el tenue perfume de lágrimas olvidadas.)

Escena en el ático bañada por la luna, con un espectro femenino diáfano y diarios dispersos.
Bajo vigas cubiertas de luz lunar, el espectro lleno de tristeza surge por encima del último diario, invitando a los buscadores hacia la justicia.

Conclusión

Los primeros dedos pálidos del alba se deslizan por debajo de los postigos, disipando las sombras como agua derramada. En el recibidor yace un pétalo de jazmín en el suelo, crujiente como pergamino, y el aire rancio sabe a renovación. Clara cierra el diario con reverente cuidado, guardando sus secretos contra su costado. Jonas atisba una leve sonrisa en el rostro de Mae —ya no solo narradora de historias, sino guardiana de verdades—.

El Viejo Ben abre de par en par la puerta principal y una brisa de la bahía de Pensacola barre el vestíbulo, trayendo la salada promesa del amanecer. La casa exhala, sus postigos emitendo un suave clic, como en señal de gratitud. El silencio que queda ya no alberga malicia, solo una suave aceptación nacida de la culpa reparada y el respeto debido. Juntos avanzan hacia la luz matinal, cuatro almas unidas por aquel encuentro espectral, sus corazones fortalecidos por el coraje hallado en la oscuridad.

Corre la voz sobre la transformación serena de la Casa Deluna. La curiosidad se torna respeto y sus viejas paredes cesan de suspirar inquietas. Los visitantes llegan, no para perseguir fantasmas, sino para honrar una historia al fin revelada. Y en las noches tranquilas, cuando las magnolias susurran y las cigarras callan, aún puede vislumbrarse una pálida figura en la ventana del ático: vigilante, en paz, finalmente libre. (Detalle sensorial: la suave calidez del sol sobre la madera vieja ahuyenta todo escalofrío de duda.)

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